Isabel Coixet… a examen

Muchos años han pasado desde que Isabel Coixet comenzó a darle al amor una forma reflexiva y distinguida, siempre imperfecta, que acabaría definiendo su cine de una forma más personal que su propio lenguaje. Sus primeras películas están llenas de dolor y fascinación entre desconocidos que practican eso del amor efímero —pero también definitivo— que encajaba entre el ‹underground› noventero que surgía entre ahora adorados directores norteamericanos y que, al contrario que ella, se quisieron quedar en el concepto de lo pasajero con su cine. Coixet adapta ahora Un amor a la gran pantalla, pero cualquier evolución tiene un inicio, y es como llegamos a la etapa de películas ya de por sí atractivas en sus títulos, algo que surge muy del alma publicista de la directora.

Antes de enamorarse de Sarah Polley y romperle el corazón con Mi vida sin mí y La vida secreta de las palabras ya equilibró el amor, la desdicha y la muerte en Cosas que nunca te dije, una de esas películas llenas de ideas dispares que funcionan por ese toque fresco y desinteresado de sus jóvenes actores. Es ver a Lili Taylor con una gran melena, camisas amplias y su forma de conectar con el mundo para entender que no siempre se dice, pero es fácil conectar con cualquier desconocido. No, no es esto lo que preocupa a Ann (así se llama el personaje), ni tampoco es el centro de atención en una historia coral, donde todos los implicados tienen un apartado propio y diferenciado antes de conectar, de algún modo, los unos con los otros.

Ann está enamorada y ve su corazón roto en una llamada de teléfono que enfrentamos solo con sus palabras. Un descuidado intento de suicidio nos ofrece la figura de Don, alguien más descreído, siempre dispuesto a ayudar desde el teléfono de la esperanza —¿qué fue de ese recurso narrativo?—. Mientras a Ann la conocemos frontalmente dentro de su tristeza que verbaliza a través de vídeo-diarios (y que nos recuerda que en un futuro serían grabaciones de voz las que inspirasen Mi vida sin mí), a Don lo descubrimos a través de muchas facetas. Coixet lo construye con sus reflexiones expresadas en voz en off, reproduciendo sus ensoñaciones sobre las relaciones amorosas de sus clientes en la inmobiliaria o a través de las conversaciones que tiene como voluntario en el teléfono de la esperanza, medio que por otra parte nos ofrece todo tipo de personas enfrentadas igualmente al desamor y la sensación de injusticia que provoca. El cordón rojo que une a personajes en esta ocasión tiene forma de línea telefónica.

Mientras él parte de un «¿puedes ayudar a otros sin ayudarte a ti mismo?», ella comienza su nuevo estado con un «¿qué hago ahora?». Inicios complejos, condenados a encontrarse de un modo casi mágico, pero con resultados totalmente opuestos.

La directora aprovecha ese terreno externo: se encuentra en Estados Unidos con un reparto local, una producción española que se va a experimentar estilos en un país que ya los conoce de sobra y cuenta con un puñado de buenos actores, algunos célebres en la actualidad, para dar forma a un montón de nihilistas enamorados. Canta, cómo no, Tom Jones en distintas ocasiones eso de «it’s not inusual to be loved by anyone» y a su alrededor se suceden conversaciones inanes, oportunistas y a la vez imprescindibles, muy unidas al ‹mumblecore›, a la estupidez de juventud, a los delirios de grandeza de aquellos seres perdidos de este mundo, que son todos, y Coixet encuentra un camino para evolucionar sus textos y sus películas, siempre pensando en lo íntimo a lo grande.

Puede que la reflexión que se destile de esta imaginería concreta de Coixet sea que no es el abrazo que pides, es el que te dan desinteresadamente el que de verdad cuenta. Pero también es el nacimiento de una mente inquieta que dispone de muchos lenguajes para expresarse y los quiere abrazar todos, aunque sea solo por unos minutos, resultando una tragicomedia en múltiples actos de encuentros fortuitos con el poder de cambiar el horizonte,  de arrojar cierta luz a la oscuridad. Muy Coixet todo esto, muy primeros pasos para abonar un terreno que pisaría en muchas ocasiones.

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