Jonás Trueba… a examen

Con la recién estrenada Quién lo impide (2021) podría parecer que Jonás Trueba se aparta de algún modo de lo que venía siendo su trayectoria cinematográfica —desde el mismo momento inicial en el que desvela el dispositivo cinematográfico—, mezclando durante su metraje elementos de creación de ficción con recursos del documental. Si algo presenta esta monumental propuesta del director es la borrosa e inexistente frontera entre la realidad y el arte, lo auténtico y su representación a través del artificio. Desde el punto de vista formal y temático, sin embargo, sigue muy de cerca su característico estilo narrativo y visual, así como los temas recurrentes de su filmografía expresados a través de la adolescencia. Una adolescencia que para Trueba es más una posición ante el mundo y la vida, que es muy evidente incluso en la película que fuera su debut en el largometraje, Todas las canciones hablan de mí (2010). En ella Ramiro (Oriol Vila) es un joven que hace poco cortó con su novia Andrea (Bárbara Lennie) después de seis años de relación. Vuelve a casa de sus padres y, a través de una estructura episódica, el relato explora su evolución con sus amigos, su trabajo y su ex, mientras incluye flashbacks de momentos clave de la pareja que ilustran sus conflictos.

Ramiro se encuentra estancado por su propia incapacidad de tomar decisiones ante el temor de tener que asumir sus consecuencias y de perder aquello que podría ser de haber escogido un camino distinto. Un temor a la incertidumbre y a la posibilidad de cambio. Algo que se aplica al hecho de seguir trabajando en la librería de su tío o no buscar un piso donde vivir y preferir quedarse en la casa familiar. Mientras tanto sigue viendo a Andrea, sorteando sus problemas de comunicación y una cierta ambigüedad emocional que se percibe entre ellos. Con la cámara en mano el filme sigue a sus personajes caminando y hablando por las calles de Madrid y se les acerca en la intimidad rastreando las expresiones de sus rostros más allá de los diálogos, capturando las miradas y expresivos silencios en instantes fugaces. Los espacios de la ciudad toman un sentido propio en sus tránsitos y memorias acompañados por la banda sonora que mezcla jazz, pop, música sinfónica o indie.

La dimensión reflexiva de la cinta se subraya con la utilización de una voz en off en momentos puntuales y la inclusión del punto de vista de Andrea a través de sus emails o cartas narrados sobre la acción o con breves soliloquios de Lennie. La presencia de Andrea y su influencia en la vida de Ramiro aparece, por ejemplo, con un hermoso trávelin circular dentro de su casa, que nos lleva a otro nivel distinto de la narración. Ella está sentada en la cama mirando a cámara en lo que es en realidad un plano subjetivo del protagonista y sus recuerdos. O también en su aparición durante la cita del protagonista con una antigua compañera de universidad, observando y realizando comentarios sobre la conversación que mantienen ambos en una cafetería o siguiéndoles después fuera. El realismo no está reñido con la fantasía que proyectamos sobre nuestras vidas y el universo a nuestro alrededor o su interpretación a través del arte y la cultura. La literatura, la música o el cine son claves por sus alusiones directas o indirectas en la narrativa de la película. Hasta el punto de que en una escena Jonás Trueba deja que veamos en una composición fija cómo Ramiro se pone a escuchar La estación de los amores de Franco Battiato: los deseos no envejecen a pesar de la edad… los horizontes perdidos no regresan jamás.

Sus amigos se casan, tienen hijos o se compran una vivienda en las afueras. Ramiro examina el pasado y unos errores que desafían su capacidad de cambio y resistencia ante los efectos del tiempo que nos afectan a todos. La poesía que dejó de escribir al estar con Andrea era más simple y directa con sus sentimientos, con la ausencia de la mediatización que suponen nuestras experiencias con el transcurso de los años. Ahora la corrección y lectura por sus conocidos le lleva a estar abierto al riesgo de ese presente en continua construcción que configura nuestra existencia, a aprovechar las oportunidades y asumir nuestras pasiones —y sus consecuencias— como el precio de encontrarse a uno mismo.

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