Un amor (Isabel Coixet)

Diseccionando a la bestia

En 2012, Xavier Dolan presentó en Cannes Laurence Anyways, cinta barroca, lírica y visceral donde las haya que se construía sobre un concepto estético bastante original: el director rodó la película con una relación de aspecto de 4:3 con la intención de transmitir de forma visual tanto la asfixia como la ansiedad que sentía la protagonista a lo largo de su mastodóntico y extenuante, por doloroso, recorrido vital. Dos años después, el realizador canadiense llevaría el concepto hasta su extremo, aplicándole a Mommy una relación de 1:1; la pantalla se ensanchaba o se reducía según los niveles de opresión y libertad que sintiesen los personajes y, en el proceso, los mimetizaba con un espectador al que le resultaba imposible mantenerse indiferente ante la catarata de sufrimiento y desasosiego que desfilaba ante sus ojos. Isabel Coixet emplea una estrategia similar en Un amor, adaptación de la novela homónima de Sara Mesa, que se alzó con el Premio de la Crítica y el de Mejor interpretación de reparto (Hovik Keuchkerian) en la pasada edición del Festival de San Sebastián.

La película cuenta la historia de Nat (Laia Costa), una joven traductora que deja su trabajo como intérprete de los migrantes que llegan a España huyendo de la guerra y la miseria para mudarse a un pueblo medio en ruinas y en proceso de despoblación con la intención de cambiar de vida de forma radical. Allí conoce a una serie de personas que esconden, bajo una sonrisa de amabilidad, intenciones tan extrañas como posiblemente perversas: desde un casero hostil y maleducado (Luis Bermejo) que, además de negarse a reparar todas las imperfecciones de la vieja casa que le ha encasquetado, la agrede verbalmente cada vez que puede; pasando por un hippie (Hugo Silva) con ínfulas de artista que se mueve entre la pretensión y la pedantería; hasta llegar a una pareja (Ingrid García Jonsson y Francesco Carril) con dos hijas pequeñas que intenta, en vano, camuflar su hipocresía y su arrogancia a base de barbacoas dominicales y regalos con hedor a condescendencia. Así, cuando Andreas (Keuchkerian), otro de sus vecinos, le haga una oferta inquietante hasta la náusea, la aparente tranquilidad que imperaba en el pueblo gracias a una ley del silencio tan frágil como el cristal se verá amenazada.

La cinta se construye sobre una idea que apenas unos minutos después de que se inicie el metraje deviene en impulsiva introspección: Coixet parte de la certeza de que, como dijo Hobbes, el hombre es un lobo para el hombre. Debido precisamente al pavor que le produce dicha convicción, siente la necesidad de ahondar en esa crueldad con la que el ser humano fustiga a sus semejantes con una constancia desconcertante con el objetivo de alcanzar su raíz, de descubrir si es el entorno el que influye en el comportamiento de manera definitoria o si, por el contrario, las malas intenciones vienen de fábrica y sólo es necesario un pequeño pretexto —muchas veces ni siquiera eso— para que se materialicen en forma de actos dañinos. La protagonista se convierte así, a ojos de sus torcidos vecinos, en un objeto con capacidad para satisfacer todos sus deseos, a veces perversos, siempre egoístas; en una marioneta a la que manipular a base de palabras suaves y gestos vestidos de terciopelo; en un animal al que maltratar de forma sistemática hasta conseguir deshumanizarlo por completo. Las imágenes, tan ásperas y frías como el entorno que retratan, saltan de la pantalla con una fuerza y una violencia desgarradas e impactan contra la mirada de un espectador que se siente cada vez más incómodo.

Coixet, sin embargo, no consigue transmitir esa sensación de encierro, de claustrofobia, de asfixia, que claramente busca: el juego con la relación de aspecto, debido a su errático uso, parece más un capricho ornamental que una necesidad orgánica de la narración; la cámara, por su parte, transmite cierta inseguridad en lo que a su colocación respecta, no tanto porque esté en el lugar incorrecto, sino porque no parece tener clara cuál es la idea visual alrededor de la cual se articula la propuesta. A pesar de esto, Un amor consigue, a través de la progresiva ambigüedad de sus escenas, de la sensación de peligro inminente que rezuma por cada uno de sus poros, de las inmensas interpretaciones de cada uno de sus actores, del feroz retrato que hace de unos personajes detestables que nunca resultan maniqueos por su carácter fieramente realista, romper los esquemas de un espectador que ve cómo la directora le sumerge en un campo de espinas y sombras del que no le será fácil salir una vez que los créditos finales hayan aparecido en pantalla.

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