Baan (Leonor Teles)

Capítulo 1: Dudas, certezas y viajes.

Abrimos el D’A 2024 moviéndonos entre la reflexión y el estupor ante realidades cinematográficas en el ámbito autoral que dejan sensaciones contrapuestas pero altamente preocupantes al respecto de la salud de dicho cine de autor. Y es que Baan, film dirigido por Leonor Teles, es sugerente en cuanto a que, a medida que desarrolla el metraje, invita a pensarla, a reflexionar sobre sus imágenes e ideas pero, a la vez, es la demostración palpable de la mala interpretación que se hace de dicha invitación al cuestionamiento. Sí, normalmente se tira del tópico donde un film que genera preguntas y pensamientos demuestra que tiene un discurso como mínimo interesante, con cargas de profundidad temática bajo la superficie de un ejercicio aparentemente estético. Pero no, no todas las preguntas tienen que tener una respuesta positiva, ni una propuesta formal digamos arriesgada ha de ser necesariamente motivo de celebración.

Eso es exactamente lo que sucede con Baan. Una vez hemos entrado en su propuesta y hecho el consiguiente ejercicio de inmersión temática es inevitable detectar, ya de entrada, sus dos espíritus contradictorios: por un lado su voluntad de buscar algo diferente, de construir a través de la disociación temporal y al mismo tiempo trasladarlo a una suerte de confusión espacial que refleja el propio estado sentimental de su protagonista. De hecho, una de las cosas más interesantes del film es su ubicación, Lisboa, y al mismo tiempo las pequeñas incursiones orientales (tailandesas) que aparecen aquí y allá, reflejando aspectos de la tortuosa relación narrada y al mismo tiempo mostrando la idea de una globalización que va desde lo arquitectónico hasta lo íntimo pasando por los problemas derivados de una multiculturalidad vista como una ‹tabula rasa› que desdibuja los límites de los panoramas nacionales. Pero, por otro lado, nada de lo visto sorprende especialmente. Ya no tan solo en el desarrollo del conflicto sino por el propio traslado de las ideas a las imágenes. La sensación que se desliza es que tras la voluntad rompedora no queda más que el ‹blueprint› de lo que se supone debe ser un cierto cine de autor pero que acaba siendo otra copia de la copia de lo que una vez fue algo original.

Y en el ‹mix› de esta contradicción, el resultado final no deja de ser una variación, un traslado del fenómeno nostalgia como elemento vehicular del interés narrativo. Si en el ‹mainstream› asistimos a la reedición machacona de arquetipos, vía temática o directamente a través de sagas interminables y agotadas, especialmente ochenteros, aquí el referente es directamente la ola de cine oriental de finales de los 90 y principios de los dos mil cuyo impacto no sólo trascendió su calidad cinematográfica sino que supuso un ejercicio de fascinación occidental por algo que se consideraba, con cierta condescendencia, exótico y que dio lugar a algunos intercambios fílmicos destacables. En Baan, se apela justamente a esto soltando sin disimulo alguno referencias continuas a Wong Kar-wai y fusilando sin piedad escenas de películas como Millennium Mambo. Y no, no está mal dejar constancia de las influencias, lo que está mal es este ejercicio inane de distracción formal, de vender elegancia y sofisticación cuando en realidad estamos ante una cortina de humo, un disparar al bulto de lo autoral para disimular que no se está haciendo nada diferente a lo que se haría en cualquier producción del ‹mainstream› nostálgico.

La certeza que nos queda es que, seguramente de forma involuntaria, la película se convierte en un artefacto metafórico de las inquietudes y vivencias de su protagonista. Un mundo de dudas, viajes interiores y relaciones frustradas que, por mucho esfuerzo que se ponga en ello, no ocultan una visión, una mirada por encima del hombro, desde el privilegio, desde la facilidad del drama del primer mundo elevado a la a categoría de una universalidad que en ningún caso existe. Una película que pretende establecer un diálogo con el espectador pero que en realidad solo es un grito con neones y cuya respuesta únicamente viene en forma de un eco vacío de toda emoción. Pura impostura, pura falta de riesgo.

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