La última palabra (Binka Zhelyazkova)

Binka Zhelyazkova, la rebeldía cinematográfica

De nuevo nos hallamos ante el enésimo caso de directora de cine escasamente conocida y difundida a pesar de contar con películas muy interesantes, una trayectoria con varios premios y presencia en festivales reconocidos. La búlgara Binka Zhelyazkova (1923-2011) fue la primera directora de largometrajes en su país, compartiendo esa casi invisibilidad con otras del este como Márta Mészáros, Věra Chytilová, Kira Murátova, Wanda Jakubowska, Yuliya Solntseva, Larisa Shepitko o Lana Gogoberidze, por citar algunas de ellas. Mujeres pioneras, marcadas por obstáculos para desempeñar su trabajo en una industria mayoritariamente masculina y que, por razones políticas, fueron silenciadas en nuestro país al igual que sus compañeros. Cineastas que han sido rescatadas a través de retrospectivas, de iniciativas necesarias que desempolven los anaqueles cinematográficos de la historia de una vez para efectuar una urgente reescritura y relectura de la misma. En el caso que nos ocupa, resulta muy difícil encontrar toda su obra, teniendo en cuenta que ya en su país sufrió censura, causando que varias fueran estrenadas con retraso y otras prohibidas hasta la caída del régimen comunista en 1989 en Bulgaria después de más de treinta años. Unido a la paradoja de que Zhelyazkova no volvería a dirigir en esos posteriores años de democracia.

En España es conocida relativamente desde hace poco con alguna inclusión en festivales como el de Sevilla en 2021, y fuera de nuestro país en el de Tesalónica en el mismo año. Escenarios en los que ponen celo por recuperar obras inéditas, redescubriendo junto a otros proyectos joyas para darles la oportunidad que no tuvieron y rellenar esos espacios huecos femeninos de los libros que permanecieron en un injusto limbo cinematográfico. En estos días de marzo se pueden ver por ahora cuatro de ellas en una plataforma, hecho importante que ha desembocado en un interés particular e impostergable por dedicarle estas letras. La realizadora comenzaría dirigiendo con su marido, Hristo Ganev, en 1957 Life Flows Quietly by… (Zivotat si teche tiho…), una película crítica con el régimen comunista por la que sufrirían su prohibición durante treinta años y que pondría a Zhelyazkova en el punto de mira y vigilancia estrecha en los proyectos que acometió en solitario. Cuando éramos jóvenes (A byahme mladi, 1961) la disfruté hace unos días despertando mi pasión por ella debido a su insólito y atractivo juego de poesía visual elevada y optimismo propios de alguien con mucha sensibilidad, construidos junto a un dramatismo oscuro en su epílogo que no dejan indiferente, acompañando esa historia de una célula de jóvenes aspirantes a partisanos en la Sofía ocupada por los alemanes en plena II GM. Observando además concomitancias con Cuando pasan las cigüeñas (1957), de Kalatózov y destacando que su calidad le valdría un premio en el Festival de Moscú.

Le seguirían El globo atado (Privarzaniyat balon, 1967), historia con tintes surrealistas y muy crítica con el régimen; una sátira que le supondría la retirada del Festival de Venecia y la imposibilidad de trabajar durante cinco años truncando su carrera internacional. Pero Zhelyazkova no se desanimaba y aunque su afinidad con el comunismo fue derivando en desencanto por la realidad encontrada, lejana a lo que esperaba, no evitó seguir en su línea rebelde siendo calificada de ‹enfant terrible› para continuar expresando sus ideales iniciales en la película que deseó desarrollar. Su interés por las libertades la llevaron a ser muy joven miembro activo del Movimiento juvenil antifascista durante la II GM, actividad que volcó en su película de 1961 sobre los partisanos que tramaban golpes contra los nazis.

Pero donde se percibe más su acento por seguir con esa ideología primitiva comunista que se había apartado drásticamente de la que gobernaba en Bulgaria —cansada de su fría burocracia y lo restrictivo hacia manifestaciones artísticas— es en La última palabra, mediante esas seis mujeres encarceladas por motivos políticos que esperan la pena de muerte y que podría leerse como una paráfrasis definitiva de las anteriores.

A pesar de ser también prohibida por el gobierno, fue seleccionada para optar a la Palma de oro en el Festival de Cannes —destacando en él palabras como «un himno a la esperanza y humanidad (…), con un brío, estilo y virtuosismo técnico»—, lo que provocó un impulso para la directora hacia el foco internacional por la excelente factura de esta obra maestra, unida a su fuerza política y feminista. Un tema sobre mujeres presidiarias que retomaría profundizando en 1981 con dos documentales denunciando su penosa situación como personas y como madres entre rejas, lo cual le costaría que no viesen nunca la luz hasta nueve años después, una vez iniciada la perestroika en la URSS, que fue debilitando y disolviendo los regímenes de su ámbito de influencia.

Analizando las virtudes cinematográficas de La última palabra, querría recalcar que me recordó en algunos momentos con la inclusión de ese grupo musical al inicio cantando una canción compuesta por Yuri Stupel, a algunas películas de la húngara Márta Mészáros, que recurrió en varias ocasiones a grupos ‹beat› vinculados con las contraculturas emergentes en esos años. En esta ocasión la película se vertebra a caballo entre dos épocas: el presente de inicios de los setenta —donde se conmemora el Día de los caídos por la libertad, el dos de junio, recordando en la radio a estas mujeres ejecutadas, entre otras personas— y el pasado, describiendo la aciaga convivencia en una celda estrecha y de altos techos de seis jóvenes adeptas al comunismo, cada una a su forma.

Zhelyazkova dota con su puesta en escena de una amarga sensación claustrofóbica en los espacios encerrados y, sobre todo, en los pasillos que distorsiona con su lente al paso de una de las jóvenes camino de su ahorcamiento en un plano subjetivo que nos empapa de su ansiedad experimentada y desesperación. Un espacio angosto y circular que se abre alrededor de una red que impide el suicidio de las chicas y que subraya aún más su angustia y privación de libertad cuando se arroja a ella. Pero también es capaz de crear arquitecturas optimistas y esperanzadoras a través de esos dibujos abstractos de una de ellas (pintora en su vida en libertad) que pretende ofrecer una celda cálida para la niña que está próxima a nacer de una maestra comunista, que tendrá más protagonismo en ese reparto coral. Dibujos con relieve y colores exaltados sobre fondo blanco de las paredes creados en realidad por la pintora Lika Yanko, especialista en reciclar materiales para enriquecer sus obras y que arrojan luz a la vez que aportan una atmósfera imaginativa y de extrañeza al conjunto de la película.

La parte del pasado se abre con los gritos desgarrados de la maestra que va a dar a luz sin ayuda sanitaria ninguna, más que la de sus compañeras con sábanas y agua, en una escena de solidaridad femenina y búsqueda constante de dignidad entre rejas deteniendo el tiempo hacia el inevitable final. No tiene esta película un tono constante oscuro y pesimista, más bien conecta momentos entre la privación de la libertad con optimismo, con la fuerza ejercida por la unión de todas que huele a victoria, efímera, pero moral ante sus verdugos. Tal es la catarsis colectiva de todas las mujeres del bloque femenino después del rapado a la fuerza ante los hombres en las ventanas, la danza del fuego (una tradición búlgara) espontánea alrededor de las hogueras de sus pertenencias o los ejercicios respiratorios en frente de la ventana del director penitenciario.

Actuaciones desafiantes que pueden permitirse en esos espacios sin futuro, con la constante amenaza nocturna de quién será la próxima que saldrá y no volverá, pero que tratan de modificar con un presente menos opresor.

Aunque es de 1973 no está exenta esta película de una pátina de las Nuevas olas que emergieron años antes simultáneamente en muchos países, producto de la búsqueda de una gramática diferente, como reacción al clasicismo, especialmente la de sus países vecinos o la francesa. Los constantes cambios de ritmo, pasando de atmósferas oníricas y muy poéticas a otras dramáticas, los saltos temporales o las variaciones de tono llegan a aturdir un poco, pero son eficaces en la exploración de recursos narrativos menos habituales buscando impactar en esta historia con perspectiva feminista, humanitaria, de urgente exposición y exhibición. Contar de forma demasiado realista las atrocidades, vejaciones, violaciones, algunas penurias que vemos o que intuimos no formaba parte de esta película como sí hizo en la parte final de Cuando fuimos jóvenes que te deja desolada. El tono poético, los movimientos de cámara, la sensibilidad, la luz constante en los primeros planos de ellas, la penumbra de los carceleros detrás de las rejas, provocan que ellas parezcan más libres en su enclaustramiento que ellos. Porque están cargadas de ideales, se mantienen firmes a pesar de sus dudas, sus miedos, ejerciendo una resistencia a su forma, depositaria de la unión femenina ante la adversidad.

Destacable la dualidad vida-muerte en esa niña recién nacida privada de libertad y la madre que va a morir inminentemente. Ciclos opuestos, uno que se abre camino y otro que se cierra en una escena enfatizada, desbordada de sentimiento y que pone el broche final a esa docente, testigo del arresto poco antes de sus treinta alumnos. Barbarie que es de nuevo recordada en ese presente con mujeres, hombres y niños libres gracias a la fuerza de esas luchadoras en el pasado.

2 comentarios en «La última palabra (Binka Zhelyazkova)»

  1. Querida Estrella, Leí tu magnífico y brillante texto y con miedo me puse a ver «La última palabra». Imposible verla entera. Cada día soy más sensible a estos dramas tan brutales y voraces. La media hora que ví, es asombroso y brillante (imagino hasta el final) del film. Veré otra de esta directora búlgara menos cruda. Muy amable por tus grandes logros y descubrimientos de extraordinarias directoras silenciadas en su país y parte de Europa. Un saludo muy cordial!!!.

    1. Hola, querida Lourdes.
      Sí, es cruda esta película, porque el tema es duro, muy trágico y basado en una realidad histórica.
      Pero quizá no llegaste a ver la variación de tono que Zhelyazkova le aporta, como digo en el texto, con el que es más soportable a través de la unidad femenina, de una búsqueda de fuerza y alegría que disipen algo el terrible drama. Hay escenas más optimistas y catárticas después que «alivian» el dolor del espectador. Pero claro, llega un momento en que no se puede esquivar la crudeza. La escena final está muy subrayada, llegando a ser casi onírica, pero sí, es dura también por los opuestos vida-muerte que han surgido con el nacimiento del bebé aprisionado desde su primer día.
      Atrévete otro día. En mi muro hablé de otra de ella anterior sobre la ocupación nazi de la ciudad de Sofía. Muy buena también. En blanco y negro y con una puesta en escena muy sugerente.
      Un abrazo.

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