Sparrows (Rúnar Rúnarsson)

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La elección del islandés Rúnar Rúnarsson para formar parte de la descafeinada Sección Oficial de San Sebastián en esta 63ª edición se presentaba como una de las más prometedoras. Incipiente cineasta con una carrera cimentada sobre dos cortometrajes espléndidos, su salto al largo con Volcano (2011) dejó ávidos de un firme paso adelante a quienes intuíamos la magnitud de su talento, capaz de encerrar los sentimientos más explosivos bajo las inmensas capas gélidas de sus paisajes. En Sparrows, su último trabajo, se intuía una prueba de fuego para demostrar su categoría de la que no ha salido victorioso en lo cinematográfico, pero paradójicamente sí de un festival cuya máxima distinción puede darle ahora a sus anteriores obras la merecida repercusión que en su día les faltó en nuestro país.

El cine de Rúnarsson oscila entre dos grandes temas: la senectud y el final de la vida, captados con sutileza en The Last Farm (2004) para ser ampliados en un debut en el largometraje de asombrosas similitudes argumentales con la posterior Amour (Michael Haneke, 2012); y una cruda pero sensible aproximación a la iniciación adolescente en entornos adversos que le sirvió para dar forma al mediometraje Anna (2009) y sobre todo Two Birds (2008). En este último se basa la película que nos ocupa, de un modo que puede resultar incluso incómodo para aquel que lo haya visto previamente y que nos hace cuestionar sus logros reales. Desde su absoluta sencillez y concisión, Two Birds contenía una idea espléndida: su jovencísimo protagonista, tras contemplar la violación grupal de su amor platónico durante una sórdida noche de descontrol, decidía despertar junto a ella en la cama y transformar así la idea de haber vivido el horror en otra mucho más inocente. Protagonizada por el mismo actor, Atli Óskar Fjalarsson, siete años después, Sparrows incluye sus quince minutos calcados casi plano por plano en una secuencia clave que sin titubeos puede calificarse como la más inspirada de todo su metraje.

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La construcción de su manida odisea iniciática se siente orientada a dar otro empaque argumental a lo que en el cortometraje previo era un concepto independiente. Apenas hay nada que se aleje de lo rutinario en el despertar de Ari, un joven de 16 años que pasa de vivir con su madre en Reykjavik a hacerlo con su padre alcohólico en un remoto pueblo de los fiordos. Sí lo hay, afortunadamente, en la talentosa dirección de Rúnarsson, que vuelve a acompasar a la perfección la evolución de su personaje con la de un espacio de fría belleza, característica que se encargan de subrayar musicalmente tanto la dedicación al canto del protagonista como la partitura de Kjartan Sveinsson —exteclista de los icónicos Sigur Rós, presentes por partida doble en el festival gracias a The Show of Shows—. Tras la helada fachada del paisaje se esconde, como es habitual en su cine, una amalgama de emociones expulsadas aquí a través de puntuales estallidos violentos y de la aparición de otra constante de su filmografía como la muerte. Por desgracia, la valiosa mirada del islandés aparece tan diluida en el formato largo que su insípido resultado acaba contagiándose de la frialdad del entorno: tal vez demasiado confiado en su enfoque, termina descuidando una construcción pegada al cliché hasta la comentada secuencia de la fiesta, cuya inserción inyecta al conjunto profundidad y la carga de matices que en ciertos compases había brillado por su ausencia.

Sparrows no es ni mucho menos una obra carente de interés, pero confirma tanto el talento de Rúnarsson para trabajar la relación de sus personajes con las atmósferas —jugando, por ejemplo, con el hecho de que en el norte de Islandia el día anule por completo la noche— como su inclinación a vivir de unas rentas que en la práctica no son tantas. Lejos de ser el esperado avance en su carrera, resulta más bien un tímido paso al lado que difícilmente será capaz de molestar a nadie, pero queda también a una distancia considerable de ofrecer algo para el recuerdo. Precisamente por su incapacidad para dinamitar la barrera de la corrección, la comprensible Concha de Oro con la que se ha alzado en una edición olvidable es además un manifiesto de la apatía del certamen a la hora de establecer una línea.

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