Jack (Edward Berger)

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Tras su paso exitoso por diversos festivales, Jack llega a las salas españolas exactamente un año después del estreno oficial en su país, Alemania. Se trata de una película que se mueve dentro de los cánones del cine de denuncia social, de ahí el empleo de técnicas propias del ‹cinéma verité› (luz natural, cámara a la altura de los ojos, secuencias largas…) que la vinculan a maestros del género como Roberto Rossellini o Ken Loach.

En realidad, no es difícil rastrear en su anécdota ecos de Nadie sabe (2004) de Hirokazu Koreeda —aunque tenga una intensidad dramática mucho menor— o de El niño de la bicicleta (2011) de los hermanos Dardenne. De hecho, igual que sucede en la filmografía de los autores belgas, tanto el realizador de la pieza, Edward Berger, como su coguionista, Nele Mueller-Stöfen, optan por una narración contenida y antimelodramática con el objetivo último de transmitir un mensaje moral —que no moralista— sobre la banal sociedad de nuestros días, donde la madurez, como si de un castigo y no de una deseable consecuencia vital se tratara, es siempre postergada a expensas del sufrimiento ajeno.

En este sentido, la historia de Jack (Ivo Pietzcker) y su hermano pequeño Manuel (Georg Arms), nacidos en el seno de una desestructurada familia de extracción humilde, es epítome de una realidad donde los niños se ven forzados a ser adultos antes de tiempo para compensar la irresponsabilidad de aquellos que en principio deberían ser capaces de educarles y de velar por su bienestar. La sabia decisión de los creadores de la obra de focalizar el relato en el hermano mayor de ahí el título del filme nos permite, por un lado, contrastar sus actos con los de su madre, Sanna (Luise Heyer), mientras que, por el otro, articula la intriga en dos partes que corresponden al cambio de apreciación de Jack de su contexto. Así, si bien el preadolescente Jack cuida amorosamente de Manuel, y es confidente, amigo e incluso padre esporádico de su propia progenitora, ésta en cambio se rige siempre por impulsos emocionales impredecibles, de forma que, igual que puede pasar toda una tarde entregada a jugar con sus hijos, no duda en abandonarlos varios días sin previo aviso para salir de viaje con su último amante. Por ello, cuando la cotidianidad de Jack y los suyos se vea truncada de modo drástico por un accidente, se inicia un descenso del niño a los infiernos –escenificado en su periplo por las calles de Berlín– que culminará con la agridulce asunción de la propia identidad que cierra la cinta.

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Al respecto es sintomático el paralelismo que se establece entre este desenlace final —del que es mejor no dar más detalles para no desvelar la trama al lector— y la secuencia en la que Sanna se rebela contra el hecho de tener que dejar a Jack en una casa de acogida, dada su imposibilidad de combinar su azaroso trabajo con el cuidado de sus hijos; un paralelismo con el que Berger y Mueller-Stöfen construyen toda una oda a las bondades del sentido de la responsabilidad.

Porque básicamente esta es la temática subyacente de Jack: radiografiar, con tanta sensibilidad como honestidad, el páramo de valores de todo tipo en el que se ha convertido el mundo de nuestros días. Lo cual, cabe decir, es tristemente lógico, aleccionadas como están las personas desde su infancia al egoísmo, en busca de esa autosatisfacción individualista que predica el sistema económico que rige el mundo, esto es, un capitalismo descarnadamente insolidario, donde la estima social no se mide en elementos intangibles como la sabiduría, el valor, la compasión, el amor o la generosidad, sino en meros bienes materiales.

Sin duda, con semejante punto de partida el filme podría haber caído en un maniqueísmo infumable, pero la lucidez de sus responsables les lleva a mostrarnos unas criaturas complejas, tan víctimas como culpables de su entorno, lo que explica, por ejemplo, que no solo sea Sanna, una joven madre soltera vinculada al mundo del espectáculo, quien se limpie las manos de sus deberes, sino que personajes mucho más asentados en el statu quo también miren a otro lado cuando llega el momento de dar una solución al desamparo de los dos pequeños protagonistas.

En consecuencia, ¿qué le cabe esperar a quien decida ver Jack? Pues asistir a unos 100 minutos de metraje cargados de emoción mesurada y elegante, que son además espejo de la vida «en silenciosa desesperación» (según la famosa frase de Thoreau) llevada por millones de personas muy cercanas a nosotros y que, sin embargo, estamos lamentablemente habituados a ignorar.

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