Mi familia italiana (Cristina Comencini)

En un lugar de la sureña región de Apulia es momento de recordar al mítico Saverio Crispo, actor italiano cuyo legado a nivel cinematográfico sólo tiene parangón con lo que ha dejado tras de sí en cuestiones familiares: dos ex mujeres y cinco hijas de cinco nacionalidades diferentes, con el nexo común de que sus cinco nombres comienzan con la letra S. No es de extrañar, por tanto, que en el décimo aniversario de su fallecimiento se haya organizado en su memoria un gran evento al que asisten todos sus allegados.

Evidentemente, la figura de Saverio Crispo es pura ficción; todo lo contrario que la grandeza del cine italiano de la época. Algo así es lo que comenta en los créditos finales la directora transalpina Cristina Comencini que, con la película Mi familia italiana (Latin Lover es el título original que, por otra parte, guarda bastante más significado con el sentido de la cinta), suma una nueva obra a su carrera cinematográfica, en la que su mayor logro quizá haya sido La bestia en el corazón, título que incluso le valió una nominación al Oscar.

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Comencini muestra una certera habilidad a la hora de infundir carácter a sus personajes. Mi familia italiana es, de hecho, una película que basa todo su potencial en saber construir una historia en base a éstos, marginando otros aspectos como un guión que al final se acabará mostrando como débil. Así, no es de extrañar cómo la cineasta dedica buena parte del metraje a realizar una pequeña introducción de cada individuo; o, mejor dicho, individua, ya que la familia de Saverio parece nutrirse casi exclusivamente de mujeres.

A la cabeza se encuentran las dos ex mujeres; Rita, su primera esposa, una italiana sensata; y la más excéntrica Ramona, española. Permanecen escoltadas por las hijas: la italiana Susanna, la francesa Stephanie, la española Segunda, la sueca Solveig y la estadounidense Shelley, ausente en el evento. A ellas se les añaden hombres como Alfonso, marido de Segunda, el crítico Picci, el periodista Marco o el misterioso Pedro. Con excepción de Solveig, un personaje-florero cuya función radica en apoyar otras subtramas que van surgiendo, el resto de sujetos gozan de una construcción cómica francamente buena, ya que la directora sabe explotar sus respectivas culturas (el personaje de Segunda es cien por cien español, Solveig es fría como una escandinava y Shelley es tan liberal como despistada, propiamente americana) en beneficio de la obra. A este respecto no es menos decisivo el trabajo actoral, destacando Virna Lisi, Valeria Bruni Tedeschi y la representación española con Marisa Paredes, Candela Peña, Jordi Mollà y Lluís Homar en papeles hechos casi a la medida de cada uno.

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Este desarrollo de los personajes, unido a algunos gags muy conseguidos y al propio misticismo que infunde el perfil de Saverio, logran que Mi familia italiana enganche durante su primera mitad. Tras la carcajada en realidad se oculta un progresivo declive, palpable ya en la parte final de la película. No es del todo óptimo el giro hacia una vertiente más dramática que Comencini propone en la última media hora; rompe la risa pero no otorga llanto, los personajes se emocionan en la pantalla pero es muy difícil que tales sentimientos se contagien a los que están delante porque no ha habido con anterioridad un trabajo a nivel general para elaborar una historia sólida que permita semejante cosa; el drama en este film se limita a recuperar viejos rencores, descubrir tres o cuatro infidelidades y recordar al hombre que marcó su vida, todo ello sin excesiva cohesión interna.

Por tanto, Mi familia italiana ofrece un cóctel de diversión con un puntito satírico mientras discurre por el sendero de la comedia y no pretende tomarse en serio a sí misma. Cuando opta por convertirse en todo lo contrario, la película decae varios niveles hasta llegar a una indiferencia que finalmente deja un poso amargo. Pareciera que Comencini renegara de la risa, pese a que durante una hora había elaborado una más que interesante comedia, inteligente en sus propósitos. Un desatino que no borra del recuerdo unos magníficos personajes y unas cuantas risas, pero sí las transforma en meros fuegos de artificio.

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