El vendedor (Sébastien Pilote)

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El cineasta canadiense Sebastien Pilote hace una radiografía de un burócrata experto en su trabajo, que sólo hace lo que le mandan, que no es un mal tipo ni está lleno de odio, pero que sin embargo trabaja para un sistema que termina por engullirlo todo a su paso. No, no estamos hablando de una de las épocas más oscuras de nuestra Europa más reciente, sino de un vendedor de coches del Québec, analizado con ojos tan cariñosos como severos y pasado ante todo por el filtro de aquel libro llamado La banalidad del mal, de Hannah Arendt.

Marcel es un hombre que ya tiene edad para estar jubilado, pero que se despierta todos los días con la única ilusión de seguir trabajando vendiendo coches y con el orgullo de saberse el mejor empleado del mes desde hace años. Su irresistible simpatía y su labia le procuran una existencia placentera como trabajador, consiguiendo colocar los coches a quien se propone. Viudo, mantiene unos lazos afectuosos con su hija y su nieto. Tras su oficio, es a ellos a quien le dedica todo tiempo.

Pero algo está cambiando. Un insistente murmullo sobrevuela la pequeña ciudad donde habita Marcel; la planta de papel del pueblo está en grave peligro de cerrar, poniendo en jaque a toda la comunidad por la importancia laboral que tiene, cientos de ciudadanos dependen de ella y por ende, todo el pueblo. Pero Marcel, nuestro protagonista, es ajeno a todo ese ajetreo y él sigue vendiendo entre chistes y sonrisas hacia sus clientes, a los que se permite llamar amigos. Uno de ellos, es un indeciso hombre que trabaja precisamente en la mencionada fábrica de papel.

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Está claro el universo que pisamos, el de las metáforas, en esa nueva hornada de cine que habla sobre las crisis actuales que sacude al sistema capitalista Occidental. Como suele suceder, se eligen los elementos más pequeños para hablar de algo más grande. La cinta tiene algunas buenas ideas, y a parte de palpar el ambiente con esa crisis económica que está a punto de llevarse el pueblo por delante, nos habla de otra crisis, la ética y moral. Y es que Marcel vende un coche a alguien que ni siquiera puede permitírselo. Evidentemente el trabajador de la fábrica de papel nos parece un completo idiota al caer ante los encantos de nuestro prota, y no hay más culpable que él. ¿Seguro? El director esboza una maliciosa sonrisa, llena de ironía y apunta que sí, que es cierto, pero…

¿Es Marcel culpable? Sólo es un vendedor. No es su problema. Y mi favorita, la que se dice directamente en la cinta, «yo sólo soy un vendedor». Vamos, un pobre mandado. Y un cuerno. Marcel es cómplice desde el momento que vende el coche sabiendo que no hay manera de pagarlo. Es cómplice cuando le deniega cualquier tipo de salvación a ese pobre infeliz. Marcel es culpable, un mando intermedio perteneciente al sistema que se encoge de hombros mostrando la mejor de sus sonrisas cuando el tsunami se lleva por delante todo a su alrededor.

Un giro de guión en la historia cambiará a Marcel. Es potente y nos hace ver con otros ojos a nuestro héroe, pero es una lástima que el cambio de dirección en la historia sea mediante un recurso tan odiado por mi en el cine (aunque ojo, el buen guionista sabe que ese “giro de guión” siempre queda mejor al inicio de una historia que a la mitad). Una auténtica patillada, para entendernos.

La película funciona con escenas bien resueltas pero sin embargo todo su conjunto se resiente sobremanera con una intención bien definida e interesante, pero tal vez demasiado visible desde el comienzo, con una carga ideológica que a veces, a pesar de lo minimalista de la historia, se le va de las manos.

No es para nada una mala película. Como cine sobre la crisis económica no termina de explotar y eso condenará aburriendo a más de uno. Pero es que tampoco van por ahí los tiros. Su contemplación sobre Marcel nos habla sobre un tipo de mal, del hombre gris, del burócrata sin alma. De la banalidad actual ante la humillación a la que nos vemos sometidos todos los días por quienes nos vendieron un sueño que sabían que nunca íbamos a poder pagar y ahora acuden a nosotros enfadados y reclamando intereses.

Nuestros amigos.

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