Nebraska (Alexander Payne)

El nombre de Alexander Payne, sin remontarme a ningún tiempo lejano, ha sido, hasta hace pocos años, fruto de comidillas y conversaciones esporádicas, de foros y charlas cinéfilas desinteresadas donde el susodicho aparecía como elemento de interés emergente. Su apellido se apuntaba en las listas y en las quinielas, casi siempre de tapadito. Muchos de los que se sorprendieron y fascinaron con películas como Election o Entre copas ya remarcaban, pero subrayar demasiado la afirmación, que la intachable genialidad de aquellos títulos albergaba tras las cámaras a un tipo con dotes especialmente singulares para narrar historias. Ese tipo es, a día de hoy, uno de los directores más relevantes del panorama americano y con su última película, Nebraska, ha llegado al zénit de su relevante y destacadísima carrera.

En posesión de las herramientas orquestales que conectan con solvencia el drama existencial más orgánico con la comedia negra más ácida, Payne reafirma un modernizado humanismo en el que se esconde una mirada serena y penetrante que expone y radiografía los ademanes de las soledades inherentes de aquellos que resisten las embestidas de su particular odisea vital. Aislamiento y desorientación acuden, como fuerzas de choque, a la ingenuidad y cerrazón ajena, provocando que dicho pesimismo humanista solemnice con un paisaje, no solo rural sino también interiorizado, compuesto de sombras que nos persiguen tras el cogote, fantasmas sin gemidos ni cadenas y claroscuros fríos y extenuantes.

Nebraska

Así da comienzo el viaje y se distiende el inmovilismo de la conciencia, que es azotada y golpeada ante las incomprensiones de la genuina maldad distante, carreteras desnudas confinadas en el horizonte como testigos de excepción. Paradigma de una excelsa tesis sobre la fatalidad humana, lírica y desoladora, en la que Payne se doctora ofreciendo el extravío existencial y la decepción catártica de nuestro camino por la vida, alegoría a subrayar, con una capacidad de disección abstractiva por el estudio y observación del pasado, que contrarresta el sinsentido del presente, rechazando su comprensión.

Captación de esencias, así defino la labor de este cineasta y así me lo refleja Nebraska. El mimo y la contemplación con los que Payne construye su relato inciden en la afirmación de que las cosas importantes necesitan cocinarse a fuego lento para ser relevantes. Los tiempos muertos, los largos planos estáticos, la sensación de demora constante de unos sucesos que, cuando finalmente ocurren, tampoco parecen ser del todo relevantes. Ahí se encuentra la magia del recorrido. El viaje, en una de sus acepciones, denota evasión, felicidad y recompensa. En otros casos, como en el del extraordinario personaje que compone Bruce Dern, el tesoro se encuentra en la asunción de la identidad, en redimirse de la culpa y de la ausencia. Algo tan puro y a la vez tan abstracto requiere de un apego incondicional por la vida para asumir, paradógicamente, que la misma nos condiciona una y otra vez a vagar más que a caminar.

Nebraska

Mientras uno disfruta degustando el trayecto hacia Nebraska, es inevitable trazar similitudes espirituales con las bondades que albergó el hipnótico David Lynch en su celebérrima película Una historia verdadera. Rastro coyuntural merecen la máquina cortacésped del viejo Richard Farnsworth con la chatarra de cuatro ruedas de Bruce Dern y Will Forte. El sentido de minimalismo épico en la indefensión y la levedad de tan noble e inquebrantable voluntad. Gusto insaciable por los detalles que actúan como guiños llenos de nostalgia y honestidad. Incluso el recorrido mismo une, casualmente, sus biografías –David Lynch nació en Montana y los protagonistas de Nebraska se trasladan de la primera a la segunda ciudad-.

Referirse a la excelente dirección de actores que el director acostumbra, a la divertidísima June Squibb, a la inteligencia en la escritura de sus diálogos o a su lúdico sentido del humor negro sería tan solo rayar la superficie de lo que Alexander Payne ha logrado con esta historia. Diríase que incluso las palabras y los adjetivos son vagos para definir esta desventura, pues la captación de las esencias más puras de aquello tan extraño y confuso a lo que llamamos “vida” están precisamente para eso: para sentirlas. No para hablar de ellas.

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