Thirty (Simona Kostova)

Una serie de largos planos estáticos generales que incorporan a seis treintañeros dentro de sus casas y lugares sirven de presentación a unos personajes que pronto resultan reconocibles en Thirty (Simona Kostova). Hablan de sus carreras profesionales y sus frustraciones amorosas, desvelan sus carencias mientras mantienen conversaciones frívolas aunque para ellos sea todo su mundo y las vivan intensamente. Son las horas previas al cumpleaños de uno de ellos en un viernes cualquiera de octubre en el barrio de Neukölln con su multiculturalidad, sus icónicos edificios decimonónicos y en pleno proceso de gentrificación en los últimos tiempos. Como si de un film de Roy Andersson se tratara, su primer segmento se dedica a revelar sus miserias construyendo instantes repletos de ironía y humor negro que señalan el patetismo de sus personajes y evocan un estilo formal entre el director sueco y ese tratamiento del espacio característico de Fassbinder en obras como Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972), manejando los cambios en escena con sutiles ‹travelling› y abriendo el plano reconfigurando la escena durante sus prolongadas secuencias.

Sus personalidades resultan en ocasiones odiosas, egoístas y antipáticas. No están diseñados tanto para que el espectador empatice con ellos sino más bien para reconocerse sin concesiones en su reflejo en pantalla, lo que hace fácil que la reacción primaria sea de rechazo. Pero también establece las distintas piezas del puzzle de su narración, permitiendo abarcar diferentes perspectivas económicas, creativas, rasgos de personalidad, ambiciones… con un paso de una a otra escena que logra transmitir un estado constante de transitoriedad y crisis gestionada por necesidad, al estilo del Richard Linklater de Slacker (1990) —entrelazando discursos y relaciones de personajes, describiendo su realidad social y personal de individuos desorientados y sin compromisos reales que den sentido a su existencia—. Más adelante salen a la movida nocturna de la ciudad y, cámara en mano, se conecta con un seguimiento de cerca a menudo sin cortes del grupo de amigos y una recién llegada, llevando a una inmersión absoluta en las distintas atmósferas con la calle, las conversaciones o las luces nocturnas.

En Thirty no se trata tanto de lo que quieren sus personajes sino de lo que dicen que quieren, de la apariencia de normalidad de vidas inherentemente incompletas que se mantienen con máscaras que les permitan soportar las relaciones interpersonales sin que su mundo se desmorone. La noche en Berlín sirve para poner a pruebas la amistad de los protagonistas y elevar su desorientación al extremo a través del ritual alienante de la música, el baile y el alcohol —hasta llegar a la mañana siguiente sin que nada haya cambiado pese a todo lo que haya ocurrido hasta llegar a ella—. Con gran acierto, la misma fragmentación de sus espacios del comienzo aquí se traslada a la narración. Con especial atención a los personajes, dejando momentos concretos a cada uno de ellos enfrentándose no sólo a sus pensamientos más oscuros sino también al significado de la relación que mantienen con los demás.

La sensación de soledad compartida progresa según avanza su metraje en esta parte en que se desvela como lo único que les sirve de vía de escape real y a la vez asunción de su infelicidad inconfesa. Resulta fácil identificar elementos típicos de cualquier película con vocación generacional (consciente o no) en la cinta de Kostova, pero su habilidad para realizar una quirúrgica disección psicológica de ellos sin perder la autenticidad a través de incidentes, conversaciones y gestos casuales nos une ineludiblemente con ellos y sus imperfecciones. Repitiendo siempre los mismos errores, tensando lazos más fuertes de lo que parecen, con un apego a la vida y al deseo de vivirla con la mayor pasión posible que se ve expresada mágicamente en una escena corriendo por las calles en obras —esquivando y saltando obstáculos— y la cámara registrando el gozo de un momento sin sentido por sí mismo, pero que destapa el goce oculto en la propia búsqueda de sí mismos, de local en local, de cada fracaso del que huyen y de las aspiraciones que cargan a sus espaldas.

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