Sesión doble: Nobleza obliga (1935) / El gran amor (1969)

El ‹slapstick› se apodera de la sesión doble con dos encantadoras propuestas. La primera llega desde 1935, donde descubrimos Nobleza obliga de Leo McCarey. La segunda opción es El gran amor del francés Pierre Étaix, dirigida en 1969.

 

Nobleza obliga (Leo McCarey)

El cineasta Leo McCarey, oriundo de Los Ángeles, inicia su trayectoria en el período silente, habiéndose encargado de la dirección de películas esenciales de los hermanos Marx como Sopa de Ganso, o de melodramas sobre la vejez o románticos, como Dejad Paso al Mañana o Tú y Yo.

Algunas de las virtudes de Nobleza obliga son deudoras de las principales comedias sofisticadas de los años 30, aquellas que azucaraban el sentimiento de depresión que vivía en Estados Unidos por aquellos días. El film hace transparentar el montaje, depura su narrativa, incorpora ágiles intercambios de diálogo y deja la cámara despierta ante el comportamiento de los actores.

Sin embargo, en su tesis doctoral sobre el gag visual Manuel Garín apelaba a la reminiscencia del ‹slapstick› mudo en muchas películas sonoras, y este es un ejemplo muy interesante en ese sentido.

En esta prima lejana de El sirviente de Joseph Losey, Charles Laughton ofrece una interpretación pulida y divertida, es la lealtad y la finura encarnadas. Interpreta a un mayordomo británico llamado Ruggles, que está al servicio de una familia aristócrata yendo siempre de cara y nunca sacando a relucir segundas intenciones.

Uno de los mecanismos empleados por McCarey en Nobleza obliga, nominada al Oscar a mejor película en 1935, es la acción paralela articulada a través de los ojos de Ruggles, que siempre se ve obligado a actuar con decencia, mientras que los otros personajes, a pesar de su clase social de alta cuna, se desquitan de ella.

En una escena del film, ambientada en un café parisino, se produce un reencuentro entre dos lores, y uno de ellos es a quien Ruggles sirve. El segundo lord viene a caballo, y el primero, enfrente de Ruggles, le grita con efusión y empiezan a armar un escándalo montando uno encima del otro, como si fuese una película ‹slapstick›.

La secuencia se prolonga durante unos minutos, pues los lores se sientan con él y empiezan a brindar, hasta que terminan ebrios. Ruggles, también bajo los efectos del alcohol, espera a que concluya el jolgorio sin hacer daño a una mosca. Poco después, los tres regresan a la mansión, dando tumbos.

Su estampa y bondad pueden recordar a la interpretación de Ernest Borgnine en la romántica Marty, de Delbert Mann, pero su desenvolvimiento como personaje radica en la rigidez corporal, en el mantenimiento de las formas y en las expresiones faciales sumamente controladas. En este caso, es imposible que se nos vaya de la cabeza el rostro de felicidad del personaje cuando aquellos a quienes ha servido tanto tiempo le cantan y le aplauden, tras todo su proceso de servicio y de integración.

En Nobleza obliga hay potencialidad crítica para satirizar el refinamiento burgués, pero esta tendencia siempre se supedita a la comedia complaciente, devota de la parte física y gestual del actor más que de la ‹screwball comedy› canónica, con figuras como Gary Cooper o Jean Arthur a la cabeza.

Una cuestión que quedó patente es que a McCarey pocos géneros se le resistían, y que era muy talentoso a la hora de hacer que los sentimientos se derramasen por la pantalla. Lo que parece decirnos McCarey con esta cinta es que independientemente del estamento al que pertenezcamos, todos necesitamos disfrutar.

Escrito por Arnau Martín

 

El gran amor (Pierre Étaix)

El gran amor es el cuarto largometraje del elusivo director francés Pierre Étaix, un payaso formado en el circo que se adentró en el cine inspirado por Jacques Tati y por los autores del ‹slapstick› mudo. La que nos ocupa es una historia sencilla sobre la tentación de adulterio de un hombre dentro de un matrimonio idílico, y demuestra claramente sus inspiraciones a través de una buena cantidad de elaborados y enrevesados gags visuales, mediante toques surrealistas que recuerdan a sus contemporáneas y haciendo gala por otro lado de un cierto hieratismo que recuerda en particular al estilo cómico de Buster Keaton. Pero, por otro lado, es una obra hija de su época que refleja con acidez y desparpajo los cambios de paradigma de las sociedades bienpensantes y la energía contracultural frente a las tradiciones.

Pero Étaix no se limita a decirnos, como otros autores, que la felicidad y estabilidad de la pareja es una fachada. No nos dice que sus vidas son grises y carentes de alicientes y que por ello caen en el adulterio. De hecho, después de una introducción al pasado poliamoroso del protagonista Pierre (interpretado por el propio Étaix) y de las habladurías de las vecinas cotillas, la cinta nos predispone a una situación en la que imaginamos que los sentimientos se han debilitado con el tiempo. Realmente, como nos demuestra en un ingenioso reverso cómico de las expectativas del público y de los personajes que les rodean, Pierre es feliz con su esposa en una burbuja pulcra mantenida durante diez años. La infelicidad y la indecisión, y con ello la fragilidad de sus lazos con Florence, suceden por los eventos e injerencias narrados a partir de entonces, generando una cierta sensación de que la relación comienza a romperse a raíz de nuestra observación como espectadores.

Es por ello que, sin dejar de proclamar sus intenciones satíricas en torno a las relaciones y a los valores tradicionales, creo que la mayor carga de acidez de la cinta se corresponde a esa actitud del espectador y a cómo es llevado a equívoco inicialmente para posteriormente confirmar sus sospechas. No estoy diciendo con esto, sin embargo, que El gran amor sea una obra con un discurso muy elaborado al respecto de lo que al fin y al cabo es una mera base narrativa para explorar y jugar con los diversos recursos cómicos que demuestra. Pero sin duda sabe cómo apretar la tuerca de las expectativas y subvertirlas o confirmarlas a destiempo, lo cual es un aliciente para su comedia y refleja el ingenio de su autor más allá de la fidelidad hacia sus inspiraciones.

La película es, de hecho, imaginativa y ocurrente, y dentro de su aparente sencillez hay una elaboración muy cuidada. No siempre, no como un bombardeo de ideas a cuál más novedosa o contundente, pero esto se nota en construcciones humorísticas como la muy llamativa escena surrealista de las camas-vehículo. De todas ellas, sin embargo, mi secuencia favorita es la del rumor, en la que Pierre pasea por un jardín y un saludo espontáneo con una mujer es malinterpretado por una observadora, dando pie un enredo creciente a medida que el cotilleo pasa de boca en boca y se añaden elementos. Tras generar el lío correspondiente y resolverse éste a medias, la película construye exactamente, un tiempo más tarde, el mismo montaje de secuencias, pero esta vez antes del saludo la acción se corta a la fábrica donde trabaja. Allí se presenta su nueva secretaria, hacia quien desarrollará la atracción que le llevará a, esta vez sí, coquetear con engañar a su esposa, en un paralelismo entre ambas secuencias tan malicioso como lleno de ingenio.

Algo más irregular de lo que sería deseable, y probablemente no del todo bien envejecida debido a su mirada eminentemente masculina, El gran amor no es una maravilla tan contundente como sus grandes cualidades como comedia podrían hacer creer. Pero esto no es un impedimento para señalar su creatividad y buen hacer al respecto, y continuar reivindicando ésta y otras películas de un cineasta tan brillante como maltratado por sus circunstancias históricas, cuya huella en el medio apenas estamos comenzando a redescubrir tras permanecer sus cintas secuestradas judicialmente durante décadas.

Escrito por Javier Abarca

 

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