La alternativa | Cuando los mundos chocan (Rudolph Maté)

Cuando se ven hoy en día películas de desastres —y más específicamente aquellas cuya acción tiene lugar en escenarios imaginados a través de los tropos de la ciencia ficción o la fantasía—, resulta curioso vivir en la misma época que individuos como Elon Musk, que subliman su aparatoso tecnooptimismo a través de una hipertrofiada iniciativa privada supuestamente capaz de resolver cualquier problema desde las posibilidades de la ciencia y la ingeniería. El espectáculo de la destrucción es la base de este subgénero, que va desde el hundimiento del Titanic al incendio de un rascacielos, hasta alcanzar la destrucción total de la Tierra y el fin de la humanidad. Como no podía ser de otra manera en la sociedad del espectáculo, nos fascina contemplar el fin de la civilización y de nosotros mismos sin tener que tomar parte, sin actuar porque ya no hay solución posible, como bien denunciaba Tomorrowland (Brad Bird, 2015) cuestionando los elementos típicos de estas películas, que hoy en día palidecen ante el estado de emergencia por el cambio climático en el que deberíamos estar inmersos. Es por eso que ver When Worlds Collide (Rudolph Maté, 1951) desde una óptica actual permite establecer curiosos paralelismos no solo con nuestro contexto sociopolítico, sino también con las formas en las que el propio cine ha retratado el apocalipsis en las décadas más recientes.

El filme de Maté abre el relato citando la historia del arca de Noé. Una referencia muy obvia que da paso al planteamiento de su argumento: un astrónomo ha encontrado una estrella (Bellus) y un planeta (Zyra) que orbita a su alrededor, que se aproximan ineludiblemente a nuestro mundo y acabarán por destruirlo en un año. El doctor Hendron (Larry Keating) lidera un proyecto para salvar a un puñado de personas en todo el globo construyendo cohetes capaces de transportar a los elegidos al planeta díscolo. Como si estuviera leyendo la actualidad retroactivamente, el negacionismo inicial de los gobiernos y científicos de todo el mundo la conectan con Don’t Look Up (Adam McKay, 2021) sin un ápice de cinismo, pero sí señalando el amarillismo de la prensa. Todo el metraje se convierte en una carrera contrarreloj para llevar a buen término la construcción de una de estas naves arca, que el guion combina con una triángulo amoroso entre la hija del líder, Joyce (Barbara Rush), su novio Tony (Peter Hansen) y el mensajero inicial del descubrimiento, David (Ricard Derr). Un recurso narrativo que permite vincular eficazmente lo global con lo personal y concreto para generar un mayor interés dramático, tal como lograba Deep Impact (Mimi Leder, 1998) en su narrativa coral, con la que comparte esa idea de lotería para refugiarse en sus búnkeres y el acercamiento al dilema moral sobre quién merece ser salvado y formar parte de la reconstrucción.

Un plano detalle de los libros que utilizan en el lugar deja ver la fe en los conocimientos de distintas disciplinas del saber y la vigencia moral de los valores cristianos como pilares de nuestra salvación como especie. Algo que años más tarde mostraría también de manera naif The Time Machine (1960), película dirigida por el mismo productor de esta obra, George Pal. La contradicción emerge en las discusiones entre Hendron y el principal inversor privado de la empresa, Sydney Stanton (John Hoyt), sobre la naturaleza salvaje y egoísta del ser humano, que hace predecibles las revueltas para entrar en las limitadas plazas de la nave, mientras el mundo es arrasado por erupciones, terremotos, incendios e inundaciones —con unas sencillas pero convincentes tomas de efectos especiales, que proveen de gran verosimilitud a los elementos fantásticos de la cinta—. El viejo mundo interesado por el beneficio privado y el interés propio debe dejar paso al nuevo de los jóvenes, de colaboración y esperanza, a partir de los mismos valores y conocimientos del anterior, para tratar de superar al mismo tiempo sus defectos al reconstruirlo. Unos defectos que en When Worlds Collide remiten a la Guerra Fría y a la percepción permanente de una inminente amenaza nuclear, al temor colectivo de una inevitable y total aniquilación que no nos abandona, ya sea por un motivo u otro, desde el tumultuoso siglo XX.

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