Yoyo (Pierre Étaix)

El pasado 14 de octubre fallecía Pierre Étaix. Llama poderosamente la atención el silencio que su muerte ha ocasionado en el ambiente periodístico español, pues la noticia de su deceso apenas ha ocupado unas breves líneas a modo de nota de prensa en los principales rotativos de nuestro país. Pero no se lleven a engaño. Étaix fue uno de los artistas malditos por antonomasia. Sus películas estuvieron más de veinte años secuestradas sin posibilidad de exhibición en público merced al pleito que el clown y su guionista habitual Jean-Claude Carrière entablaron con la productora de las mismas, versado en cuanto a la propiedad de los derechos de distribución de su obra, hecho que provocó que el cine de este genio no pudiese ser contemplado, transformando su arte en un sustrato invisible. No fue hasta el año 2010 cuando la justicia francesa dictó sentencia en favor de la reclamación de Étaix, el cual consiguió adquirir de nuevo los derechos plenos sobre su obra. Sin embargo, el paso del tiempo había dejado su nocivo efecto en los negativos. Unos acetatos cuyo estado rozaba la indigencia. Gracias a un minucioso proceso de restauración, la obra de Étaix volvió a circular en público en toda su plenitud desde hace poco menos de cuatro años.

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La carrera cinematográfica de Étaix se circunscribe desde 1961 a 1971. En estos diez años la rubrica del payaso mimetizado en cineasta dejó una impronta profunda y divergente en algunas de las mejores comedias de los sesenta. Películas que a pesar de su inmensa calidad y premios, jamás alcanzaron las cotas de popularidad necesarias para sobrevivir al paso de los años. Y es que Étaix fue un intruso en el ambiente cinematográfico. Porque el hábitat natural de este genio fue siempre el mundo del circo. Universo circense al que accedió en los años cincuenta tras una intensa etapa formativa —incluyendo la docencia de varios instrumentos musicales que Étaix manejaba con gran virtuosismo como el piano o el acordeón— ejerciendo el rol del clown melancólico y sagaz, capaz de sacar risas de situaciones ideadas para dejar cierto poso reflexivo en el público.

Étaix afirmó en alguna entrevista que decidió hacerse payaso tras disfrutar en su niñez junto a sus padres de la magia emanada del foso, en esas sesiones circenses típicas de los años treinta y cuarenta, etapa en la que el circo era el mayor espectáculo del mundo con el poder magnético de cautivar a toda esa generación de niños nacidos en el primer cuarto del siglo XX, entre los que se encontraban futuros cineastas adoradores de este centenario arte como Federico Fellini, Ingmar Bergman, Charles Chaplin o Jacques Tati por poner unos ejemplos claros. Su fantasía y capacidad creadora le llevó a montar un espectáculo de cabaret con el que recorrió Europa bajo el pseudónimo de Yoyo, haciéndose acompañar posteriormente de su esposa Annie Fratellini.

Algunas biografías de Étaix cuentan que el clown decidió probar suerte en el mundo del cine tras ver las películas de Jacques Tati. Sin duda, la influencia de Tati se siente de forma cristalina en el universo creado por Étaix. De hecho el autor de Yoyo colaboró con el autor de Playtime como ayudante de dirección en su obra maestra Mi tío. Como Tati hiciera con su Monsieur Hulot, Étaix creó un personaje sin nombre cuya personalidad correteaba en sus criaturas cinematográficas. El de un joven tímido, melancólico, poco hablador, desgraciado y ataviado con cierta cara de palo incapaz de soltar una sonrisa —algo para nada casual, puesto que Étaix contaba a Buster Keaton como uno de sus principales referentes a la hora de abordar la comedia— que peleaba contra los elementos y la ambición presente en el entorno con el único objetivo de alcanzar el amor y la felicidad. Resulta ciertamente fascinante como los grandes autores del cine mudo, o influenciados gramaticalmente por él, siguieron las mismas pautas para construir sus comedias y dramas. Tanto Max Linder, Harold Lloyd, Charles Chaplin, Buster Keaton o Jacques Tati —todos ellos autores que en uno u otro sentido influenciaron a Étaix— cincelaron sus grandes éxitos alrededor de un mismo patrón —llámese Pamplinas, Hulot, Charlot— al que situaban en situaciones divergentes, explotando de este modo los dogmas de la comedia merced a la construcción de una serie de gags a partir de unas situaciones cotidianas a las que debían enfrentarse unos personajes pintados con la brocha de la bondad y la ausencia de malicia, hecho que era aprovechado por sus contrincantes para emplear toda una serie de malas artes con el fin de que el mal triunfase sobre el bien. Sin embargo, como toda buena comedia, en el cine de estos genios el bien siempre salía triunfante, punto éste que servía para lanzar ciertos guiños morales que cultivaban a ese público que acudía al cine a pasar un rato entretenido.

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De este modo, tras rodar un el exitoso cortometraje Feliz aniversario —corto que se alzó con el oscar en 1962— Étaix dio el salto al largometraje con la esencial El pretendiente. En este portentoso debut se atisban las influencias de Jacques Tati y Buster Keaton. Se trataba de una comedia intelectual, totalmente alejada del tono del cine comercial de la época, que evocaba ese cine pretérito ideado por Keaton o Chaplin, siendo Tati el único superviviente de esta grafía que parecía seguir apostando por seguir sus doctrinas.

Sus otros largometrajes, —sin contar con el protagonista de la presente reseña— fueron Mientras haya salud, una sátira sin apenas diálogos ni argumento, pero repleta de gags físicos al más puro estilo del cine mudo de la vieja escuela, rodada en formato de película de episodios que se alzó con la Concha de Plata en San Sebastián. En la misma se escondía cierto mensaje en contra de esa sociedad del consumo y el progreso descerebrado en la línea del cine de Tati, radiografiando a un ser humano absorto en sus obligaciones cotidianas y en el vacío de la vida tecnológica —con cierta crítica hacia los efectos hipnóticos de una televisión convertida en el nuevo Dios de la familia media occidental—, y por tanto ausente de cariño y de ejercicio del amor. Con El gran amor Étaix ahondaba en los problemas de esa existencia rutinaria a la que se enfrentaban los miembros de esa clase media francesa, regando los vértices del film con ciertas gotas de surrealismo subversivo. Su último largo, País de cucaña, fue la película que le condenó al ostracismo. Comedia documental acerca de las costumbres vacacionales de las familias francesas, fue recibida de forma muy vehemente por la crítica, que acusó a Étaix de mal gusto, provocación gratuita y traición a su arte seminal. Su caída en desgracia en el mundo del cine, obligó a Étaix a refugiarse en su paraíso perdido, el circo, el cual siempre le acompañó y jamás le fue infiel hasta el día de su muerte el pretérito 14 de octubre de 2016.

Para homenajear al maestro he decidido reseñar su película más popular: Yoyo. Ello quizás pueda resultar chocante para el lector de la Web. ¿No es esta una web dedicada a rescatar los títulos menos reconocidos de los autores más prestigiosos? Sirva esta elección para reivindicar la figura de Étaix, puesto que en mi opinión Yoyo es la mejor comedia maldita de la historia del cine. Y me atrevo a calificar la misma como maldita porque resulta increíble que una película de la calidad y envergadura de Yoyo no goce de la popularidad que ostentan otras comedias de su época de menor enjundia y mayor chabacanería. Puesto que Yoyo es uno de los más bellos cantos de amor al circo jamás creados por autor alguno. Pero no solo es un canto al circo. Es una oda al cine, a los orígenes del cine. A ese cine primogénito aún no contaminado por micrófonos ni imperios económicos. Ese cine ideado por los pioneros del séptimo arte silente. Por George Melies. Por Max Linder. Por Charles Chaplin. Por Buster Keaton. Por Harold Lloyd. Por Ernst Lubitsch. Por René Clair. Pero también suponía un homenaje honesto y entrañable a esos autores contemporáneos de Étaix que habían decidido arriesgar su comodidad económica para apostar por realizar un cine distinto, ligado con el de esos pioneros que convirtieron al cine en el séptimo arte. Estoy refiriéndome a los Federico Fellini, Ingmar Bergman, Alain Resnais, Robert Bresson y sin duda a Jacques Tati. Autores todos ellos, tanto los pioneros como los contemporáneos, que aparecen en un sentido u otro en el ropaje de Yoyo.

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Yoyo es una comedia extraña, alejada de la corriente desenfrenada y poco estudiada inherente a la comedia sofisticada y juvenil que empezaba a brotar a principios de los sesenta. Se trata pues de una obra desprovista de intenciones comerciales que podría ser etiquetada como un producto complicado de digerir para ese público no acostumbrado a visualizar cine mudo en su más pura esencia, en su vertiente más intelectual. El humor de Étaix no es fácil. Y eso es lo que lo convierte en atractivo. Me estoy refiriendo a ese humor nostálgico, basado en el gag físico en detrimento del diálogo. Un humor de situaciones, cómicas o dantescas, que exige cierta mirada inocente del espectador. Un humor por tanto, nacido del circo, de los clowns, que conmueve al igual que forma. Quizás un humor que podría ser tildado de infantil o cándido, pero que embruja con su hechizo. Un humor surrealista y perspicaz que no tiene cabida en un mundo como el actual, basado en el corto plazo, en el desenfreno, en las prisas y en la falta de reflexión. Es quizás por eso que el cine de Étaix merece ser reivindicado como ese Santo Grial perdido, al que de vez en cuando conviene tratar de localizar para evitar caer en el más profundo de los sinsentidos.

La película narra la historia de un solitario millonario, cuya triste existencia se alberga entre las paredes de un lujoso castillo sito en una apartada casa de campo, contando con la única compañía cercana de un ejército de sirvientes encargados de abrir y cerrar las enormes puertas que adornan los habitáculos de su residencia. Este anacoreta personaje tan solo halla algo de sentido a su vida a través de pequeñas representaciones circenses que evocan sus años de juventud. Unos años en los que conoció a una bella joven que decidió seguir la caravana del circo en lugar de la cómoda vida que le hubiera podido esperar contrayendo matrimonio con el rico heredero protagonista.

Sin embargo, durante la celebración de una representación itinerante en su castillo, el amargado millonario volverá a reunirse con su amor perdido. Una domadora de caballos que se hace acompañar de un pequeño aprendiz de payaso maquillado con los colores de un advenedizo arlequín. De este modo, descubrirá que Yoyo —que así se hace llamar el pequeño— es en realidad ese hijo cuya existencia desconocía.

La película narrará a partir de este momento la vida del pequeño Yoyo, mostrando en paralelo los principales acontecimientos históricos del siglo XX, que servirán como escenario argumental del recorrido biográfico. Así, el crack del veintinueve traerá consigo la ruina del padre de Yoyo, quien decidirá abandonar su retiro para unirse junto a su mujer y su hijo a la caravana del circo. Asistiremos al nacimiento del amor entre Yoyo y una joven acróbata, reproduciéndose de este modo la historia de amor de sus progenitores. Pero con el estallido de la II Guerra Mundial, nuestro protagonista será obligado a enrolarse en el frente, abandonando a su amor, retornando convertido en un héroe para sus compañeros del circo. Sin embargo este desvío, inducirá la retirada de Yoyo de su auténtico sino, el circo, abrazando por contra el falso ídolo del dinero y el éxito financiero, convirtiéndose así en un próspero y respetado hombre de negocios. La historia se repite. El circo abandonado por el éxito. El arte contaminado por el dinero.

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Sin embargo, el espejismo de felicidad comercial, no vendrá acompañado por la felicidad que verdaderamente importa. La del corazón, el genio y la familia. Por consiguiente, Yoyo tendrá que tomar la decisión de hacia que pasos quiere encaminar su vida: convertirse en un acomodado hombre de negocios o por contra optar por ser un sencillo payaso cuya mayor riqueza consiste en sacar la sonrisa de los niños. ¿Qué opción decidirá tomar nuestro héroe?

A través de esta sencilla historia generacional, adornada por una bella y triste historia de amor (y desamor), Pierre Étaix construyó uno de los más bellos cantos al cine y al circo jamás filmados. La película se vertebra mediante un montaje esplendoroso, apoyado en una fotografía magnética que busca siempre dotar de cierta profundidad a las escenas para pintarlas de sentido metafórico. Resulta evidente la influencia de Lubitsch, fundamentalmente en las escenas de arranque dentro de la mansión del protagonista. La apertura de puertas, los travelling a través de profundos pasillos, la ausencia de diálogo, la introducción de ciertas secuencias plenas de picaresca e insinuación, recuerdan a las obras del maestro austriaco. Asimismo, Étaix se encargó de configurar guiños a Clair (con esa secuencia dadaísta de los domadores de caballo filmada a cámara lenta o la secuencia de la fiesta final que cierra la película que rememora a la genial El Millón), a Harold Lloyd (merced a esa fantástica secuencia de la persecución del coche familiar protagonizada por un Étaix con alma de tenorio tímico), a Charles Chaplin (sobre todo en las secuencias intimistas del reencuentro de los viejos enamorados, o también las andanzas en el castillo del joven Yoyo, personaje totalmente charlotiano). Pero igualmente la película respira a los mediometrajes de Max Linder y Buster Keaton, sin duda el principal referente de Étaix para construir la personalidad de los personajes adultos.

Asimismo podemos identificar la presencia de Alain Resnais y su El año pasado en Marienbad en esos movimientos de cámara llevados a cabo sobre una grúa que recorren las esquinas, parques y columnas de la residencia, tanto en el arranque como en el tramo final del film. También localizamos a Fellini, con esa maravillosa escena protagonizada por el elefante que protege la inocencia de un Yoyo escondido debajo de la mesa del despacho de su padre o esas secuencias circenses rodadas en los caminos que nos traen a la memoria a esos Zampano y Gelsomina de La Strada. Un elefante, que como significaba también para Fellini, simbolizará a ese libertador que ayuda a escapar a nuestro héroe de su funesto encierro, en una secuencia final inolvidable y hermosa que representa todo lo que Étaix amaba en este mundo: el triunfo de la fantasía y la inocencia sobre el progreso y la comodidad.

Pero sin duda el elemento que confiere a Yoyo de una magia indescriptible fue la apuesta poética de Étaix de dibujar su obra a través de un lenguaje sincopado y claramente intencionado. Así, la película recorre en su primer tramo una arquitectura típica del cine mudo. La primera media hora del film carece de diálogos, y fue por tanto construida a través de gags, situaciones y lenguaje corporal, incluyendo la inserción de mínimos cuadros de diálogo que aportaban la información precisa para permitir avanzar la trama. Se trata de la etapa de la inocencia. Del arte. De la ausencia de contaminación. También se trata de la etapa más feliz del film. La del reencuentro de los viejos enamorados. La de la presentación del huérfano Yoyo a su padre ausente. La de la presencia del circo como único medio de evasión de nuestras penas y preocupaciones. La del triunfo de lo itinerante sobre lo sedentario.

Conforme a que la inocencia del protagonista va desapareciendo, la película va perdiendo paulatinamente su ropaje de cine silente para incorporar diálogos. Las conversaciones habladas irrumpen para romper el paraíso. La ingenuidad torna en ambición. El circo deja de ser central en el argumento, pues el protagonista abandonará su sustancia para tomar otros caminos. El camino de la guerra. El camino del capital. El camino de lo banal y de lo superficial. El abandono de la inspiración y de la pureza.

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Y como una especie de círculo virtuoso, Étaix retornará a la esencia de su arte en su tramo final, acicalando los últimos minutos del film con una escena inolvidable, donde un Yoyo abandonado por los suyos y absolutamente derrotado, decide refugiarse en una antigua habitación, convertida en trastero, donde guarda los recuerdos de su juventud. Unos recuerdos donde el maquillaje, los elefantes y las gradas repletas de público contrastan con su soledad falsamente adornada con la presencia de una multitud aprovechada que le ronda por interés. El diálogo volverá a desaparecer para colmar la película de un silencio sepulcral. Los diálogos sobran. Las imágenes y los gestos narran. Y el arte acabará triunfando en un tour de force absolutamente magistral que evoca a nuestros antepasados. A esos artistas de circo que crearon el cine.

Desde la nostalgia y repleta de momentos entrañables y conmovedores con cierto sentido autobiográfico, Yoyo se alza como uno de los más preciados monumentos del arte cinematográfico. Un monolito moldeado por un omnipresente Pierre Étaix que no dejó nada al azar. Su propagada presencia en ese doble rol de padre e hijo, conquista el corazón del espectador, merced a esa caricatura plena de poesía y emoción que abraza el léxico de los Tati y Keaton que brota como un regalo para los ojos para ser disfrutado desde el paladar más exquisito. Sin duda Yoyo es un gran homenaje tanto al circo como al cine, que espero haya podido rendir un humilde agasajo a ese payaso con corazón de poeta que era Pierre Étaix.

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