Mark Cousins… a examen

Tal y como afirmó en una entrevista en 1972, si al consagradísimo músico ciego Ray Charles se le hubiese aparecido un día un genio y le hubiese concedido la recuperación de la vista para siempre, este no hubiese aceptado tal deseo. Como se suele decir, para lo que hay que ver, quizá no merezca la pena verlo todo. Ahora bien, si la propuesta hubiese sido poder ver tan solo unas horas, la cosa habría cambiado. Charles hubiera querido ver a sus hijos y a sus nietos. Es muy curioso pero significativo que Mark Cousins arranque The Story of Looking, un viaje a través de nuestra vida visual (un ensayo fílmico y subjetivo sobre la mirada y la observación), precisamente con la anécdota del compositor reivindicando la ausencia de visión. Desde el vacío, el cineasta norirlandés socava en la importancia de la vista pero sobre todo en el sujeto pensante que ve. A partir de ahí, establece, como es ya costumbre en su ‹modus operandi› narrativo, una construcción arbórea que se ramifica en observaciones, intuiciones, experiencias vitales propias, divagaciones, archivo y un gran bagaje conformado por referentes artísticos y filosóficos.

Lennon y Ono intentaron hacer la revolución desde la cama. No sabemos si lo lograron. Pero en este caso, Cousins, estirado y desde su habitación, con el torso desnudo y una profusión de tatuajes a la vista, nos explica lo que tiene pensado hacer en The Story of Looking: reflexionar en torno a una acción tan cotidiana y subestimada como es el ver. Sin llegar a la iconoclastia ni a la insurrección, Mark Cousins intenta explicar algo desde la comodidad del lecho y los ecos de la pandemia y el confinamiento del cual venimos. Aunque nada es gratis, ya que parte de un conflicto (pues la mayoría de historias necesitan una colisión para empezar a nadar). En una prueba médica se le ha comunicado que posee uno de los genes de la degeneración macular. Por si fuera poco, el director nos cuenta todo esto un día antes de una operación quirúrgica con el fin de extraerle una catarata. Así pues, estructura su pequeña fábula a partir de los ciclos de la vida. Empieza con los orígenes de la mirada, durante la niñez y el nacimiento, aprendemos, memorizamos y vislumbramos el escenario cósmico y cromático donde nos moveremos, como mínimo, unas décadas (lo que dura una vida humana). Y continúa por la adolescencia, donde expone la relación con el propio cuerpo y con el mundo, haciendo hincapié en la mirada hacia fuera pero, sobre todo, en la mirada hacia dentro, esa mirada introspectiva que deriva en un autodescubrimiento de inseguridades, fortalecimiento y sexualidad corporal. Finalmente, a modo de cierre y conclusión, Cousins se dirige a la vejez y dialoga con Ingrid Bergman. También hace de las suyas y aprovecha para colarnos una trampa futurista donde se ve a él mismo dentro de unos años, mirando hacia atrás, a través del retrovisor, para hacer uso de sus recuerdos visuales. Es en esta última parte donde el documentalista adquiere un tono poéticamente conmovedor, majestuoso y nostálgico. Aparece, cómo no, Kiarostami y la importancia de la naturaleza. Un poderoso final que hace justicia y clausura la línea de vida de la cual nos ha proveído.

Cousins es un cuentacuentos, una portentosa voz narrativa que roza lo ASMR y nos enseña. Bibliográficamente activo y lleno de referencias, cita en esta ocasión a Cézanne, a Vermeer, a Courbet y a Van Gogh, o a Marina Abramović y a Tarkovsky. También comparte: en la mitad de la película, pregunta por Twitter sobre la visión y la mirada. Entonces lee y escucha, ofreciendo un espacio participativo donde el discurso es intercambiable y la conversación es recíproca. En un momento dado, se resignifica el cine: Adam, un bebé sirio refugiado en Idomeni, Grecia, atrapa la cámara y travesea con ella unos segundos. El cine se convierte en un juguete y quizá no haya mejor noción para explicar lo que hace este director con todo lo que toca.

Empático, generoso y sensible, nos plantea un viaje meditativo a través de la luz y el color y la relación entre movimiento y emoción. Un traductor en el cual se va transportando y trasladando a través de la memoria y el pensamiento. A Mark Cousins se le ha acusado muchas veces de confeccionar un cine arbitrario y caprichoso. Quizás sea así, pero: ¿qué hay de malo en ello? ¿Qué hay de condenable en hacer cine y jugar a la vez? ¿No son, acaso, lo mismo? Haga lo que haga, este autor siempre acaba convirtiendo una pregunta relativamente senzilla en una suculenta e irreprochable invitación a una aventura con billete de ida y vuelta. La cuestión es que una vez de regreso, automáticamente, empieza otra aventura a partir de todo lo que hemos aprendido. Ray Charles y Mark Cousins tienen, como mínimo, una cosa en común: los dos saben que, con los ojos cerrados (inclusive ciegos) podrían seguir mirando y contemplando y amando. Porque el mundo que conocemos sigue dentro de nosotros.

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