Sesión doble: Un lugar en la cumbre (1959) / El ingenuo salvaje (1963)

Volvemos nuevamente al ‹Free cinema› con una sesión doble de indispensables donde nos encontramos con uno de sus títulos germinales en ese Un lugar en la cumbre de Jack Clayton, cinta a reivindicar del director británico, y con la sombra de uno de sus cineastas más representativos, Lindsay Anderson, que en 1963 dirigía El ingenuo salvaje.

 

Un lugar en la cumbre (Jack Clayton)

A finales de los años 50 y casi en paralelo con la ‹Nouvelle vague› francesa, se inicia en Gran Bretaña un movimiento cinematográfico, el ‹Free cinema›. Una corriente, que busca renovar el lenguaje y estilo cinematográfico británico como reacción frente al cine convencional y algo edulcorado predominante en esa época y que busca una visión más comprometida, realista y cercana al individuo corriente y a la sociedad del momento.

Tras unos cuantos cortometrajes y mediometrajes, Un lugar en la cumbre (Room at the Top), estrenada a finales de diciembre de 1958, es el primer largometraje que podemos enmarcar en este nuevo movimiento. La película nos cuenta la historia de Joe Lampton, un joven empleado del ayuntamiento de una ciudad del norte de Inglaterra. De origen humilde, sale de su ciudad natal y de un pasado triste y mediocre y ambiciona de forma obsesiva escalar socialmente, lo que le hace fijarse en la hija del hombre más poderoso de la ciudad.

La película es portentosa, emocionante y admirable desde el primer al último plano. Se trata de una historia de gran envergadura en la que se reflejan multitud de cuestiones, como los efectos de la II Guerra Mundial, el mundo laboral, el clasismo… en suma, el retrato social de una determinada época. Pero sobre todo el amor, como ese elemento insuperable, motor de las motivaciones de cada uno, capaz de llevarnos a lo mejor y a lo peor, de crear o de destruir.

El film nos sitúa ante una situación compleja, con unos personajes que parecen transitar por los designios de un destino que no siempre parece ser el fruto del control que puedan ejercer sobre sus vidas ni de sus verdaderos sentimientos. Esto otorga una profundidad y hondura a las relaciones entre ellos que muy rara vez he visto en el cine, en un entorno que acecha desde la hostilidad o en el mejor de los casos, el mero conformismo.

El protagonista, encarnado por Laurence Harvey en el que sin duda es el mejor papel de toda su carrera, hace una portentosa actuación llena de matices, capaz de transmitirnos sentimientos complejos y ambivalentes. Por un lado, podemos entender su lucha por progresar y empatizamos cuando es víctima de humillaciones, pero por otro lado, no deja de anteponer su fin último, a veces sin escrúpulos, aunque se dé cuenta, demasiado tarde, de que eso no le reportará la felicidad.

Junto a Harvey, Simone Signoret en una interpretación en la que no se puede mostrar mejor la mezcla de fortaleza y fragilidad. Una mujer madura, y ya resignada, que sin esperarlo ve como se le abre de nuevo el amor en una situación de tal intensidad que no dejamos de temer que todo pueda explotar en cualquier momento.

La relación entre ambos nos ofrece algunos de los mejores momentos y diálogos de la historia del cine. Sus miradas, la desesperación por una felicidad frágil y permanentemente amenazada en un contexto que parece negarles todo y frente al que se plantea la disyuntiva de rebelarse frente a él, o aprovecharse de sus grietas. Todo esto está tratado con maestría y sensibilidad, con unas interpretaciones llenas de emoción y una fisicidad, una corporeidad entre ambos protagonistas, con sus besos, sus caricias, en resumen su intimidad, que a mi particularmente como espectador, me estremecen. Todo, además, perfectamente mostrado por el director de fotografía Freddie Francis, que realizaba aquí uno de sus primeros trabajos.

Alrededor de ellos, una serie de personajes arquetipos de convenciones sociales que les rodean, que en algunos casos les atenazan y en otros les ayudan. La hija del hombre rico, su familia y entorno, los amigos de él, el marido de su amante, el jefe de su departamento, la amiga que les deja su casa… todo un compendio de lo mejor y lo peor de la sociedad, con sus interrelaciones y solidaridades, pero también con los códigos atávicos entre los poderosos y la clase obrera.

Al frente, Jack Clayton, un director singular, de breve y esporádica filmografía (aunque eso sí, siempre interesante) que, sin pertenecer al núcleo duro del ‹Free cinema›, y sin volver a involucrarse en el mismo, realiza en su debut, no solo el primer largometraje del movimiento, sino que posiblemente también el mejor. Porque Un lugar en la cumbre es una obra excelsa del cine en general, un film revolucionario, atemporal, lleno de emoción, complejidad dramática, llevado con un ritmo perfectamente acompasado, con una fina tensión de fondo por lo que va a suceder, algunos momentos absolutamente memorables y envuelto en una estética y fotografía portentosos. Un film imperecedero, un milagro cinematográfico, una obra maestra absoluta.

Escrito por Gerardo Gonzalo

 

El ingenuo salvaje (Lindsay Anderson)

En este aclamado film, pionero del ‹Free cinema› junto a títulos esenciales como La soledad del corredor de fondo, de Tony Richardson, o la misma Un lugar en la cumbre, que acompaña a esta recomendación, Anderson construye un excelente drama psico-social sustentado en las temáticas y las señas de identidad constitutivas del movimiento. La cruda realidad de la clase obrera británica de postguerra, los anhelos de ascensión social y la aspiración documentalista desde la ficción, en la línea de una tradición iniciada por la Escuela de Brighton, se pone en esta ocasión al servicio de la atribulada existencia de Frank Machin, un joven minero de origen humilde, tremendamente airado, en la piel de Richard Harris, que desarrolló una intensa y brillante interpretación galardonada en Cannes. Frank se conduce de forma violenta y arrogante, es un perfecto ‹angry young men› que parece estar solo en el mundo —no hay referencia alguna a algo parecido a una familia en la película, salvo por ese Sr. Johnson al que llama “papá”, sin tener ningún vínculo de consanguinidad—. Con su escaso salario solo se puede permitir vivir en la habitación que le alquila una joven viuda, la Sra. Harmond, una Rachel Roberts igualmente magnífica, pero mucho más contenida, que vio reconocida su actuación con un premio Bafta.

Pero Frank también juega al rugby. Con una potencia y una garra furiosa que lo llevan a ser fichado por el club local, el City, y que lo acercan a la fama y la fortuna que tanto ansiaba, pero que no sabe como integrar en su realidad personal. En este sentido, Anderson vuelca un existencialismo exacerbado en su personaje, aderezado con un alcoholismo sociológico, que él y la mayoría de personas a su alrededor toman como vía de escape frente a un escenario tan poco gratificante.

Desde los títulos de crédito, sobre un fondo negro y un acompañamiento musical de percusión inquietante, el director británico nos lanza con vehemencia a la hierba embarrada del campo de rugby, mediante potentes secuencias semi-documentales en un blanco y negro de gran fuerza expresiva, que conforman una atmósfera violenta, embrutecida, física y sudorosa, y culminan en el plano de la boca golpeada y ensangrentada de nuestro protagonista. La simbólica estampa se alterna a su vez con su mismo rostro, ennegrecido por el trabajo en la insalubridad del subsuelo en una similitud premonitoria. Esta opción narrativa discontinua ensamblará la primera parte del metraje, reconstruyendo el relato de la trayectoria vital de Frank desde ese destrozo dental y la consecuente curación en un dentista inadecuado, durante la que se irán intercalando sus regresiones mentales bajo los efectos del gas anestésico.

Y en estas evocaciones conoceremos del éxito envenenado de Frank. Con su primer cheque como profesional corre a comprarse un coche para impresionar a todos y muy especialmente a su antagonista —y de vuelta a casa por la noche, Anderson introduce un potente plano del frontal del flamante auto blanco invadiendo la pantalla en profundidad, hasta casi atropellarnos visualmente, como su conductor—. Margaret es una mujer enferma de amargura por la muerte de su marido en un cruel accidente laboral, que la empresa Weaver, propiedad de uno de los adinerados benefactores de Frank, hizo pasar por un suicidio para reducir drásticamente la indemnización que correspondía a su familia. Seremos testigos de su desbocada tensión interior ‹in crescendo›, que más allá de la extracción socio-económica, concita un factor adicional de la psique personal que quizá hace al personaje menos empático que otros de esta escuela cinematográfica —de hecho, su comportamiento durante la cena en un lujoso restaurante resulta irritante—. Y tomaremos conciencia con él de la falacia de su triunfo, tratado como una mercancía para la satisfacción en varios aspectos de los mandamases del club y de la comunidad, al tiempo que asoma su atrofiada bondad en la obsesión por la bolsa con regalos de navidad para la hija y el hijo de la mujer que ama sin saber como.

A partir del ecuador del metraje, situados ya en el presente continuo de la acción, el conflicto entre la pareja se desbordará en la boda de Maurice, el compañero de juego más cercano a Frank. Los reproches de ella, que expresa su vergüenza por ser una mantenida, ponen de manifiesto la incomprensión recíproca y la incomunicación profunda entre dos personas heridas y marcadas por los golpes de la vida en un contexto material y moral de profunda desigualdad. En el tramo final, la separación, la desorientación y la peor de las tragedias irán de la mano. Solo mencionaré una araña fatídica en la pared de un hospital y la furia de un puñetazo inútil que la aplasta. Y el último plano del campo en juego, filmado desde la distancia, triste, derrotado, que nos deja la terrible sensación de haber perdido lo más valioso.

Escrito por María Verchili Martí

 

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