Bertrand Tavernier… a examen (II)

Desde mi punto de vista resulta incuestionable la integridad de Bertrand Tavernier como director de cine. No es un formalista que busque su lucimiento mediante planos impactantes, secuencias coregrafiadas o encuadres que lo definan visualmente. Tampoco se trata de un negociante que consiga a las estrellas del momento que lleven al público a pagar la entrada, a incluir alguna canción superventas o reclamar el morbo de los espectadores con temas propicios a la polémica. No, él hace películas, cada una como una obra diferente, con su propio interés e importancia. No parte de encargos ajenos, si no de historias originales o de la literatura e incluso del comic como la de 2013 Crónicas diplomáticas. Quai d´Orsay. Coescribe y colabora con guionistas profesionales, además de trabajar en contadas ocasiones en la producción, por lo que su implicación en cada film que realiza es total. Las novelas y textos que adapta se ubican en Francia y diferentes países, desarrollados desde la Edad Media que refleja La pasión de Beatrice, los siglos posteriores XVI y XVII en la inédita La princesa de Montpersier o de la aventurera La hija de D´Artagnan. Continúa la senda cronológica por los comienzos del siglo XX con la impresionista Un domingo en el campo, la dureza bélica y colonial de La vida y nada más, Capitán Conan y 1280 almas. Llega hasta los años contemporáneos con sus disecciones de la policía en Ley 627, la juventud de La carnaza y la educación en Hoy empieza todo, tal vez su mayor éxito de taquilla en España. Además de llevar a cabo un puñado de interesantes documentales.

Fuera de la realidad se sitúa La muerte en directo, primera y única incursión de Tavernier en el terreno de la ciencia ficción. Este film inaugura la primera de las dos décadas más fructíferas del cineasta, en 1980, rodado en Glasgow, idioma inglés y un reparto internacional deudor de la inversión francesa, inglesa y alemana en la coproducción. Parte junto al eficaz guionista David Rayfiel de una novela descatalogada o ni siquiera publicada en nuestro país, por el escritor de género David Compton. Una distopía de un futuro próximo en el que se destierran sufrimientos, la vejez. Entonces la muerte de una persona joven se convierte en un negocio para la televisión, con un canal interesado por grabar y emitir el final agónico de Katherine, una mujer de cuarenta años, perseguida por Roddy, un vagabundo extraño, amistoso en apariencia, con razones ocultas que tienen que ver con su condición de operador de cámara. El realizador galo se desmarca de la ciencia ficción en galaxias lejanas dirigida a un público más global. Tampoco la más tecnificada, unida al uso de los efectos especiales más sofisticados, aunque seria y dirigida al público adulto que supusieron films como Alien. El octavo pasajeroEngendro mecánico y las nuevas versiones de La cosa (El enigma de otro mundo) y La invasión de los ultracuerpos. Tavernier se sitúa en la ciencia ficción especulativa, tan verídica que da miedo, sin necesidad de coches voladores ni robots todopoderosos. Explicada por detalles casi de anticuario, como un ordenador capaz de escribir novelas según algunas variables matemáticas. Como esa guerra pasada que debió ser casi apocalíptica y algo devastadora pero de la que no hay apenas datos, salvo esos paisajes industriales con algún vehículo calcinado. Una crónica en la que lo más avanzado, creíble y captado con gran destreza narrativa, es ese hombre cámara interpretado por Harvey Keitel, un profesional de la televisión al que se le implantan unos captadores de vídeo quirúrgicamente en su cerebro y ojos. Prácticamente una idea tan terrorífica como la de grabar la muerte de Katherine en directo.

Bertrand Tavernier demuestra su respeto por un material que podría ser ligero como el del cine fantástico de serie B, ejemplificado por el legendario Jacques Tourneur, al que va dedicada la película en sus títulos de crédito. O a El hombre con rayos X en los ojos, El increíble hombre menguante y La máscara de la muerte roja, films cuyos carteles decoran la oficina de Vincent, el ejecutivo despótico que pone en marcha el macabro programa del canal. Citas que se prolongan en la del desequilibrio emocional, tendente a la locura, que sufre Roddy, parecido al del científico con vista de rayos X, encarnado por Ray Milland en la obra maestra de Roger Corman ya nombrada. En lugar de ser vistos como homenajes, esas citas funcionan como elementos psicológicos que caracterizan los personajes a los que dan vida Harry Dean Stanton y Keitel.

Tavernier consigue una de las películas más tristes sin recurrir al tono lacrimógeno, aunque la partitura de Antoine Duhamel sea tan bella, melancólica y subyugadora. La fotografía del ambiente, gris, nublado, de una lluvia a punto de emerger entre la humedad reinante en avenidas y campos. Con esa planificación en planos generales de calles solitarias, por las que apenas circulan coches, de una gran ciudad casi deshabitada en la que contrastan las figuras humanas de los personajes, empequeñecidas por el entorno majestuoso de los grandes edificios, de una arquitectura fría o cálida que los enmarca como seres diminutos.

Un uso del punto de vista de Roddy, primero juguetón, algo cotilla. Luego curioso, lleno de interrogantes. Y cada vez más cercano, implicado hasta saber que traiciona no solo a Katherine, sino a la humanidad entera, que tiende a perder esa cualidad y virtud de la empatía, que la distingue de las máquinas o la falta de compasión. Su mirada al principio es más luminosa, rápida, con barridos, enfoques y desenfoques. Dando paso después a la serenidad, panorámicas más largas y lentas, la contemplación. El veterano director demuestra su sabiduría visual en el uso del formato panorámico, las proporciones entre fondo y personas, conversaciones en planos medios y primeros planos, fondos abstractos y profundidad de campo. Con un plano secuencia insuperable, rodado con grúa o mediante un travelling con ‹steadycam›, en la escena del mercadillo, que dosifica la tensión de manera progresiva. Igual de clarificador es el tono del relato, siempre dramático. Planteado por el género de la ciencia ficción, pero asumido y fagocitado por el romance trágico con una estructura de aventuras, de viaje hacia la esperanza. Unas variaciones tonales que resultan equilibradas durante su desarrollo.

El largometraje permanece como una de las obras más olvidadas de su creador y del cine de los ochenta, que además de soportar muy bien las revisiones, crece con ellas. Climático en su ambientación, en su pulso casi existencialista, estremecedor y emocionante. Un testamento involuntario de su protagonista Romy Schneider, llena de madurez artística y belleza natural. Una inspiración y modelo a seguir por obras más recientes, algunas desterradas y otras reconocidas por el público como son Días extraños, El show de Truman, Hijos de los hombres o en gran parte de la serie Black mirror.

Toda una lección por parte del gran autor que es Bertrand Tavernier, capaz de transmitirnos que no existen los géneros pequeños. Si acaso solo las películas o los cineastas mediocres.

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