Sesión doble: Un cubo de sangre (1959) / Vicios diabólicos (1990)

La sesión doble ameniza el domingo de Pascua con dos propuestas que aúnan comedia y terror donde no podía faltar el magnífico Roger Corman con Un cubo de sangre, rodada en 1959 y la revisión de Frankenstein de Frank Henenlotter Vicios diabólicos de 1990. Porque la diversión es mejor si se tiñe de rojo.

Un cubo de sangre (Roger Corman)

Ya en Art School Confidential, adaptación cinematográfica de la novela gráfica de Daniel Clowes llevada a cabo en 2006 por el autor de Ghost World, Terry Zwigoff puso sobre la mesa la banalidad de la escena artística contemporánea, exhibiendo la petulante estupidez de aquellos que la integran: artistas faltos de autoestima y visión propia y críticos pagados de sí mismos y deseosos de encontrar manifestaciones del genio incluso entre la más absoluta mediocridad. Esta ceguera y este mundillo ‹hipster› de apariencias y egos hinchados, recientemente usado de nuevo como combustible cómico-terrorífico en la fallida Velvet Buzzsaw, ya había sido visitado por alguien tan ajeno al qué dirán y tan al margen del influjo de la crítica (que siempre ha tendido a ningunearlo) como Roger Corman, padre del cine de serie B, que en 1959 diseñó una fabulosa y demoledora sátira en torno al mundo del arte con el sugerente título de Un cubo de sangre.

Quien esto escribe no recuerda una película que refleje con más humor, ingenio y mala baba la futilidad intelectual que rodea a este mundillo (habría que remitirse a aquel capítulo de los Simpsons en el que Homer se convierte en artista, deudor en gran medida del film de Corman, para encontrar una sátira pareja en calidad y lucidez), además desarrollada a través de una trama de humor macabro y truculento repleta de bilis que funciona a la suma perfección. Sin salirse de esos márgenes de serie B en los que siempre se movió, y rodeado de un equipo técnico y artístico repleto de nombres fieles a su entorno (el guionista Charles Griffith, responsable también de gemas de humor negro como La pequeña tienda de los horrores y La carrera de la muerte del año 2000, la música de Fred Katz o el protagonismo del siempre añorado Dick Miller), Corman logra facturar una pequeña y habilidosa película de terror que se encuentra entre lo más destacado de su muy larga e interesante filmografía.

Apenas sobrepasando la hora de duración (cómo se echa en falta a veces esta capacidad de síntesis, este saber contar lo esencial dentro de un metraje ajustadísimo), el autor de La caída de la casa Usher consigue contar una historia de obsesión, fama, locura y muerte marcada por la claustrofobia (apenas se sale de ese antro para ‹hipsters› con omnipresente hilo jazzístico de fondo) y por el retrato sangrante (no sutil, pero tampoco errado), de la crítica artística de la época, con unos reseñistas sesudos pero incapaces de discernir el accidente creativo del talento meditado, que también puede leerse como un burlón ajuste de cuentas por parte de Corman con aquellos que nunca terminaron de entender o valorar su obra.

En términos de estilo, la cinta queda aún lejos de los mayores logros de su director (el brillante ciclo dedicado a Poe, o la subversión narrativa y conceptual de obras auténticamente mayores como El hombre con rayos X en los ojos, La matanza del día de San Valentín o Mamá sangrienta), pero sí supone un paso adelante casi gigantesco respecto a sus películas previas, aquellas entrañables y acartonadas ‹monster movies› que eran pura y dura carne de ‹drive-in›. Con Un cubo de sangre, Corman por fin logra aunar la diversión ‹pulp› que siempre ha alimentado su cine con una inteligencia y una sabiduría narrativas inéditas hasta el momento, sin renunciar a esos presupuestos irrisorios que siempre ha manejado, dando como resultado una cinta de terror y suspense atípica, malsana aunque el contenido no resulte muy perturbador según los estándares actuales, divertida de una forma cruel y juguetona, y tan perfectamente disfrutable como cualquiera de las otras grandes obras de su director.

Además, y esto es quizás lo más importante, su diagnóstico sobre la hipocresía y la superficialidad que en el fondo han infectado siempre el mundo del arte, sigue vigente. No cuesta nada ver en el personaje de Miller (que rara vez ha estado mejor), en sí patético y despreciable, a una víctima de una sociedad que rinde un enfermizo culto al éxito, y que, en su anhelo desesperado de reconocimiento social y profesional, acaba viéndose abocado a una espiral de asesinatos ante la que no queda más remedio que asistir, entre divertidos y horrorizados, y acompañados de un cubo… de palomitas, en este caso, para poder disfrutar más plenamente de una de las películas de serie B más destacadas de la década de los cincuenta.

Escrito por Nacho Villalba

 

Vicios diabólicos (Frank Henenlotter)

La década de los 80 fue una época en la que los géneros se apropiaban de ciertas libertades creativas a la hora de establecer su límites, siendo el campo del terror uno de los más ricos en cuanto a cierta anarquía tonal. En el mencionado decenio, el cine del horror vivió marcado por una primera oleada industrial de éxito fijada por los estamentos del llamado ‹slasher›, cayendo en unos clichés repetitivos que con una improvisada tendencia hacia el humor y la parodia agrupó hacia el final de la década algunas de las cintas más frescas y divertidas que se recuerdan en esa época hoy recuperada por la nostalgia. De esto se enriqueció tanto la industria de Hollywood como el marco más independiente del bajo presupuesto, donde al amparo de la libertad creativa y el refugio en las estanterías de los videoclubs, cineastas como Frank Henenlotter aportaron una fresca mirada al género en obras como Basket Case. ¿Dónde te escondes hermano?, Brain Damage o incluso esta Vicios diabólicos, con la que entraba en la década de los 90.

Recuperando algunos de los tropos de sus obras previas, como la ambientación neoyorquina, el entorno adolescente o sus más que evidentes predisposiciones a lo grotesco, Henenlotter propone aquí su particular visión del mito de Frankenstein o el moderno Prometeo: Jeffrey es un joven electricista aspirante a neurocirujano, perdidamente enamorado de su novia; en una barbacoa familiar, un cortacésped sesga la vida de la chica provocándole una muerte cruel y espeluznante. Jeffrey se propone devolver a la vida a su prometida y para ello recolecta los miembros corporales necesarios de varias prostitutas del sórdido Nueva York nocturno. Además de lo cruel de sus pretensiones, Jeffrey tendrá que lidiar con el proxeneta de esas mujeres que ahora dan cuerpo a su resucitada amada, entre otros problemas. Con salvaje honestidad a la hora de respetar el legado histórico de su punto de partida, Henenlotter se mueve con comodidad elevando las ramas más salvajes y anárquicas del género con su habitual mezcolanza de terror, comedia y violencia gráfica, que en sus excesos escapa de la provocación al presentar sus extremismos de una manera bastante irónica; aspecto este fundamental para comprender su mirada al terror con un paródico e ingenuo sentido, dando la comicidad necesaria que permite disfrutar de lo perverso de su contenido.

Su sentido hacia la diversión es una de sus mejores armas, recobrando con hilaridad viejos ítems como el ‹mad doctor› (al igual que pocos años antes hizo, a modo de ejemplo, el Re-Animator de Stuart Gordon), con sus ansias hacia la experimentación humana, en este caso en un contexto estudiantil bajo el que envolver aún más su inocente inmersión hacia los estertores más salvajes del terror. Siendo su película donde más claro está el énfasis cómico (las saga de Basket Case y Brain Damage eran algo más sutiles en este aspecto), Henenlotter acompaña la narración con una serie de elementos que redondean el tono de la propuesta: un puñado de personajes carismáticos (desde el protagonista, Jeffrey, hasta el antagonista proxeneta), el calado subversivo de sus escenas de impacto (donde, como en los inicios del gore, se revierte la violencia en gag cómico) y una sórdida ambientación nocturna neoyorquina, heredada también de alguna de sus anteriores películas. En una época donde las comedias de terror funcionaban por el perfecto equilibrio a la hora de responder ante las arquitecturas de ambos géneros, Henenlotter aprueba con nota con sus Vicios diabólicos dentro de la vertiente más ‹underground› del horror.

Escrito por Dani Rodríguez

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