Mute (Kyle Dunbar)

Mute adapta una historia corta de Stephen King cuyas notorias implicaciones morales la emparentan con la lúcida perversidad de Patricia Highsmith, que tan bien supo canalizar Hitchcock en Extraños en un tren. Al mismo tiempo, tiene la consistencia y la capacidad de perturbación (y perduración) de una leyenda urbana, con una figura enigmática en su centro (el autoestopista sordomudo) que se convierte en la clave inesperada para la satisfacción de nuestros deseos más recónditos y prohibidos, y cuya naturaleza, en principio real, aparece rodeada igualmente por un halo de misterio que es lo que posibilita en última instancia su difusión y arraigo en el territorio de la leyenda.

Kyle Dunbar, cuya carrera, si no yerro, no ha salido todavía del ámbito del cortometraje ligado al horror y el suspense, plantea esta pequeña historia como un examen de conciencia sustentado en una doble confesión: la que hace el protagonista al sacerdote (situada en el presente) y la que hace al tipo que recoge en la carretera (que conforma el ‹flashback› de lo narrado en la actualidad). En líneas generales, la estructura funciona, generando inquietud y sobre todo intriga sobre lo que sucedió con ese extraño autoestopista, haciendo que la evidente falta de medios no suponga un bache en el camino.

Estamos ante un relato corto que reflexiona sobre la culpa, el deseo y el perdón, pero desde una atalaya de cine de género no exenta de maliciosa ironía, lo que hace de su visionado una experiencia mayormente ligera y satisfactoria. Asimismo, Dunbar sustenta casi todo el atractivo de la propuesta en la palabra; sin muchos más recursos, la narración oral se revela evocador instrumento para la transmisión de todo tipo de temores, así como venenoso canto de serpiente que te mantiene intrigado pese a saber que quizás te está arrastrando hacia un callejón sin salida en el que todo, incluida nuestra propia vida, está en juego.

Dicho esto, el director pierde la oportunidad de poner una guinda final satisfactoria a tan estimulante idea de partida, cayendo en la obviedad al mostrar, carcajada siniestra mediante, lo que subyace en el fondo de la conciencia del protagonista y su opinión sobre todo lo extraño que le ha acontecido, con ese ¿ángel? justiciero misterioso vagando por las carreteras a la espera de ayudar a saciar el ánimo vengativo de todo tipo de individuos.

Es, en todo caso, un detalle menor que no impide disfrutar, siquiera medianamente (no estamos ante ninguna joya del género: incluso dentro de su efectividad como relato de suspense/terror, se vislumbran los mimbres amateurs con lo que se ha levantado todo el proyecto), de esta pequeña y matona “leyenda urbana” que, como ya hemos apuntado al inicio, destaca por alumbrar los recovecos más oscuros de la condición humana, y hacerlo en la forma de un cuentito ameno y evocador que, si se trabaja con esmero, bien pudiera ser la semilla de un largo prometedor.

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