madre! (Darren Aronofsky)

No es Darren Aronofsky un autor muy dado a las sutilezas, por mucho que a lo largo de su filmografía haya pretendido —con resultados más bien mediocres— llevar a cabo especulaciones de enjundia sobre materias tan alambicadas como la genialidad, el fracaso, la identidad, el dolor o la muerte. Y aunque, sabiamente, haya empleado con profusión el elemento alegórico en sus obras, su apuesta por un lenguaje barroco y abigarrado muchas veces ha producido una tensión irresoluble entre el contenido de fondo y la plasmación del mismo, lo que ha lastrado el resultado último de sus propuestas (tensión esta que, dicho sea de paso, parece responder a una cierta necesidad de subrayar las metáforas usadas, como si, director de Hollywood al fin y al cabo, desconfiara de la capacidad de su público para entenderle).

No es madre! ninguna excepción a lo señalado, lo cual no es óbice para que se trate de la mejor película del director hasta la fecha. Ello es en parte debido a que la cinta está construida en torno a una serie de contrastes dialécticos entre los que, afortunadamente, también hay que contar con la oscilación estilística entre la sobriedad y el exceso. Pero la dualidad del planteamiento de madre! se extiende a todos los niveles de la misma, desde la oposición entre masculino y femenino hasta la de naturalidad y artificio, pasando por la de amor y odio, perdón y venganza… y un largo etcétera. Asimismo, la pieza se asienta sobre dos temas troncales —de los que surgen todas las reflexiones secundarias— y que en apariencia discurren en paralelo a lo largo de casi todo metraje. Sin embargo, la narración proporciona al espectador suficientes pistas para que se dé cuenta de que, en realidad, ambos temas conforman la cara y la cruz de la misma moneda.

Y si empleo el término “pistas” no es a la ligera, ya que el filme está estructurado como un relato de intriga que va escalando hacia el terror, lo que explica que cuente con una primera parte dedicada a crear tensión, donde la acción es mínima, abundan los primeros planos y el ‹tempo› narrativo se encuentra muy dilatado, a modo de un largo prólogo que introduce el conflicto central de la historia; otra en la que dicho conflicto eclosiona con la llegada de un agente externo que introduce un elemento perturbador dentro del precario equilibrio de ese microcosmos que se nos muestra; y un tramo final delirante, frenético, con continuos barridos de cámara por amplios encuadres generales, en el que el espectador asiste a un verdadero descenso a los infiernos con toda una alucinada panorámica de la miseria humana, como si un cuadro de El Bosco se animara ante nuestros ojos.

Según lo expuesto, podría creerse que madre! ordena su intriga con la disposición clásica de introducción/nudo/desenlace, pero el carácter explícitamente circular de la pieza, con unas primeras imágenes ‹in media res› que solo se comprenden plenamente cuando vuelven a repetirse en los últimos minutos de la cinta, desmiente tal idea. De hecho, en madre! cohabitan dos películas distintas pero complementarias, del mismo modo que lo hacen sus respectivas temáticas subyacentes (el elemento dual mencionado). La primera de las dos, la más obvia y convencional discursivamente hablando, es la que cuenta la crisis matrimonial que experimenta la pareja integrada por Jennifer Lawrence y Javier Bardem, en una disquisición sobre el amor, la convivencia y los roles de género que evoca, por su acercamiento elíptico y minimalista, a los clásicos de Bergman, Rossellini o Antonioni sobre el mismo asunto. De esta primera línea discursiva, en consecuencia, surgen cuestiones como la incomprensión, la soledad, la vejez, el sexo, la incomunicación, la dominación o el rencor. Al respecto, destaca sobre todo la diatriba que se erige en contra del orden patriarcal, en la que las culpas recaen a partes iguales sobre ambos cónyuges, dado que al monstruoso egoísmo del esposo se le suma la errónea sumisión de su mujer, con lo que ambos terminan siendo copartícipes en la construcción de un modelo de relaciones desigual y malsano.

La otra historia que hay en madre! es la del bloqueo artístico del marido, un renombrado poeta incapaz de escribir por culpa de una tragedia reciente —su hogar se quemó—, y que por ello busca, desesperado, la inspiración perdida allí donde pueda hallarla: primero en la única reliquia que le queda de las cenizas de su antiguo hogar —un diamante en bruto—; luego, en su joven y bella esposa; más adelante, en ese misterioso matrimonio de visitantes inoportunos que conforman Ed Harris y una Michelle Pfeiffer deslumbrante, y, finalmente, en la sublimación de la quintaesencia del arte a través de la generación de vida en el vientre de su mujer. Obviamente, encontramos aquí ideas como el sentido y la utilidad de la obra de arte; la náusea existencial ante el vacío creativo; el narcisismo del artista; la creación como don pero también como adicción; el poeta como corifeo divino; la fascinación/repulsión hacia la humanidad del artista, etc., etc.

En cualquier caso, que sea el período de gestación de la obra, igual que los meses de embarazo, el momento culmen de felicidad del matrimonio, revela cuál es el sentido último de madre!: recorrer el camino que une el amor con el arte. Porque la “madre” a la que alude el título de la cinta no es solamente Jennifer Lawrence; es también Javier Bardem, en tanto poeta, y es esa casa de madera (material “vivo”) ubicada en el bosque donde transcurre toda la trama: es ese hogar, es la naturaleza, es la esencia misma de la vida. No en vano, la protagonista femenina ha reconstruido esa vivienda, y como parte de ella la siente, por lo que, una vez perturbado su orden, queda una llaga nunca cicatrizada en el parqué (léase la mancha de sangre). Resulta difícil, en esta línea, no acordarse de Anticristo (2009) de Lars von Trier, ya que, además de relatar igualmente una crisis de pareja ambientada en un retiro en medio del bosque, comparte una análoga visión, sobrecogida y terrorífica, del ciclo de la existencia, al describir con la misma crudeza el lado dañino, y desde luego nada maternal, de la tan cacareada “madre naturaleza”. De todas formas, aquí acaban las similitudes entre ambas películas, puesto que Von Trier se entrega a un horror existencialista que Aronofsky evita, precisamente, aferrándose al arte.

No deja de ser curioso, por consiguiente, que la recta final de madre! mantenga concomitancias con las dos piezas más destacadas del movimiento cinematográfico inventado por el director danés: me refiero a Los idiotas (1998), obra del propio Von Trier, y a Celebración (1998) de Thomas Vinterberg, a las que habría que sumar El ángel exterminador (1962) de Luis Buñuel. Y es que, como en todas ellas, y por motivos distintos, la normalidad de una reunión social se ve truncada por la irrupción del elemento irracional, animalesco, subconsciente o salvaje del colectivo humano. Pero, dado que a Aronofsky no le interesa criticar la hipocresía de la sociedad, sino elucubrar sobre el arte y el amor —las dos caras de la misma moneda mencionadas—, no hay apenas humor (negro) en madre!, mientras que dos elementos van agrandando su carga simbólica conforme avanza la acción: el fuego, destructor pero también creador —recordemos que la ceniza es un abono natural— y el diamante en bruto rescatado de las llamas, resistente pero frágil, que al ser una de las formas más puras que hay en la Tierra del carbono es, por ende, emblema por antonomasia de la vida tal y como la conocemos.

¿Qué conclusión se extrae, pues, del calvario que atraviesa el personaje de Lawrence? Que, como decía Albert Camus, el creador vive el doble. Eso no significa mayor plenitud ni felicidad, sino mayor capacidad de ser consciente de lo que conforma la existencia, de ver, de ver “de verdad”; de estar atentos en el sentido que le atribuye Simone Weil (v. gr. «En su grado más elevado, la atención es lo mismo que la oración. Presupone la fe y el amor»). En puridad, para el realizador neoyorquino, esa misma hipersensibilidad que hace del artista quien es también lo condenada a la insatisfacción. De ahí que, como declara con melancolía el personaje de Bardem, se vea obligado a crear: porque nada es suficiente para él, porque la vida es imperfecta. Arte y amor devienen, entonces, partes indisociables del alma humana, potencias sin límites para la luz y la sombra. Cuando llega el momento sublime de la realización creativa, de la obra acabada (del parto), el recién nacido adquiere entidad propia, independencia, y a la vez que da sus primeros pasos en la vida también los da en la muerte. Y, sin dejar de pertenecer nunca a su madre —unido a ella con un cordón umbilical invisible—, pertenece ya a los otros, pertenece al mundo. Si este lo trata con benevolencia o con adoración, con burla o menosprecio, con rabia o con odio; si lo utiliza como un arma para luchar contra la injusticia social o lo emplea para el placer onanista del esteta… eso no depende de aquel que lo gestó y entregó.

Decía José Revueltas que «Toda creación es un acto de amor»; en madre! Aronofsky comparte esta idea pero la lleva más allá, al confesarse con un grito y entonar un ‹mea culpa›. Vivisección, en clave de fábula macabra, del sustrato del que se nutre como autor (musa, inspiración o diosa son los apelativos que recibe Lawrence), el filme se resume en su gesto exhibicionista e incómodo, pero también valiente, rotundo y honesto.

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