Langosta (Yorgos Lanthimos)

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Vuelve a la carga Yorgos Lanthimos, director de la inolvidable Canino (la cinta más influyente del cine griego reciente y una de las películas favoritas de este siglo para quien escribe estas líneas). El director heleno, con apenas tres largometrajes a sus espaldas antes de la obra que nos ocupa, creó un estilo muy marciano y peculiar que en los últimos años ha calado fuerte entre los nuevos directores griegos que invaden el ámbito «festivalero» con un claro interés por exponer extrañas cavilaciones sobre lo ridículo que puede resultar el comportamiento humano y sus rituales sociales, con unas historias dotadas de un marcado aire onírico e inexpresivo. Esta apoteosis creativa probablemente surja como respuesta a la crisis económica, política y moral sufrida por la sociedad de su país en los últimos tiempos (algo parecido a lo que sucedió con los contenidos de la «Nova Vlná» de Checoslovaquia en los años 60, con la que el reciente cine griego comparte algunos rasgos).

Toda la filmografía de Lanthimos está compuesta por obras habitadas por personajes apesadumbrados, dominados por unas frustraciones que degeneran en sadismo hacia el prójimo. El director y guionista griego (a quien desde Canino, su segundo largometraje, acompaña en la escritura su inseparable Efthymis Filippou) disfruta mostrando oscuras elucubraciones sobre lo absurdo y desquiciante que puede resultar el comportamiento humano bajo presión, adentrándose en sus recovecos más oscuros mediante su provocadora mirada, atorada de un sarcasmo y un cinismo inconfundibles, con un trasfondo perentorio de sexo y violencia física (y primordialmente psíquica) en el ambiente.

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Langosta (The lobster) se inicia con una desconcertante escena en la que observamos a una mujer conduciendo un coche bajo la lluvia en una zona rural hasta que se detiene para disparar a un pobre burro. Paulatinamente vamos descubriendo una sociedad dominada por la pareja, con unas reglas muy estrictas, en un futuro no demasiado lejano; en la que los solteros están en el punto de mira. Si transitan solos por la calle, son detenidos por la policía y encerrados en un peculiar hotel. La narración se detiene principalmente en la historia de un arquitecto, cercano a la cuarentena, que se ha divorciado recientemente de su esposa y es confinado en el citado centro (acompañado de su perruno hermano) con el fin de encontrar pareja en cuarenta y cinco días. Si no lo consigue se convertirá en el animal que prefiera y será enviado al bosque. En esta despiadada institución, nada más ingresar, los reclusos han de decidir cuál es la alternativa sexual que practicarán (sin la opción de ser bisexual por un detalle técnico) y aunque éstos reciben un pequeño acicate para calmar sus picores sexuales, tienen prohibida rotundamente la masturbación.

Tal y como sucede en los tres filmes anteriores de Yorgos Lanthimos, una de sus principales bazas es el estupor que provoca en los minutos iniciales hasta que, paulatinamente, vamos descifrando las pistas y tomando conciencia del sentido de las acciones de los personajes. Tras su original premisa, el director griego vuelve a obsequiarnos con otra de sus alocadas comedias existenciales, nuevamente con un subtexto cargado de crítica social e institucional muy inspirada y tenaz. En esta ocasión centra su interés en el derecho a la diferencia y a la individualidad del ser humano, en su imperiosa necesidad por formar parte de algún grupo (por muy ridículo que éste parezca) y en la comercialización de los sentimientos. Una propuesta cargada de romanticismo paranoide y acidez burlona y alegórica que depara atractivas apreciaciones sobre el amor, la vida en pareja, la clandestinidad de la soltería en esa distópica sociedad que expone, y el absurdo interés de ciertas personas por compartir inquietudes comunes (aunque sean falsas) en su búsqueda del alma gemela, en la cual muchos se buscan a sí mismos (antisociales, gente que sangra por la nariz o miopes que desean desesperadamente enamorarse de gente con sus mismos rasgos). Tampoco tienen desperdicio cómico las extravagantes pruebas que demuestran las bondades y beneficios de la vida en pareja que tienen lugar en el hotel.

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El filme se divide en dos partes patentemente diferenciadas: la primera repleta de momentos hilarantes al más puro estilo Canino, pero dotada de un ritmo más dinámico del que carecían sus tres anteriores obras, todas ellas bajo la dictadura de eternos planos fijos que en esta primera mitad se presentan con más moderación. En la segunda sección se produce una variación substancial cuando cambian de escenario y entra en juego una irreverente organización que resume perfectamente el patetismo y la naturaleza inestable del ser humano. Este segmento, más desconcertante y menos humorístico (aunque siguen habiendo destellos muy satíricos, como el uso de la música electrónica dentro de ese grupo contestatario, las estrambóticas visitas a la familia del personaje de Léa Seydoux, y varias situaciones macabras) recupera la cadencia sosegada característica del director heleno. En esta sección, la cinta se asemeja más a su anterior película (la oscura Alps) en la cual realizaba un análisis certero del concepto de la entidad y la muerte se convertía en un lance mercantilista. Sin perder la excentricidad inherente a su universo, ésta se atenúa y cobra mayor importancia el romance (al modo Lanthimos, claro está) preguntándose dónde se encuentran los límites del amor, aunque recupera el sarcasmo por todo lo grande con un epílogo cargado de simbolismo y crudeza contenida. Pese a sus evidentes diferencias de tono y de escenarios (de los espacios cerrados y exteriores del hotel pasa a un entorno reinado por el verdor del bosque y la presencia animal) la obra se siente compacta al estar compuesta por dos fracciones que se retroalimentan, y aunque resulta evidente que la diversión disminuye, ofrece mayor complejidad y profundidad cuando cambia sus reglas, avanzando hacia terrenos nuevos y renunciando a volcarse por completo en su vertiente más humorística, evitando estancarse.

El cosmos del director de Canino y Alps comparte ciertas similitudes con prestigiosos cineastas anteriores a su aparición: hay retazos del surrealismo de Luis Buñuel y Alex van Warmerdam, la suciedad de Pier Paolo Pasolini, el humor absurdo y lúcido de los inolvidables Monty Python y la sordidez y provocación del Lars von Trier de Los idiotas y el Ulrich Seidl de Días Perros, pero el autor griego lo desarrolla con un sello absolutamente personal (basta con ver cinco minutos de cualquiera de sus filmes para reconocer su autoría). Los personajes de Lanthimos continúan siendo inexpresivos, carentes de emociones y se comportan como si fueran cuerpos inertes, deambulando por la vida en busca de una improbable conexión emocional (casi al nivel de las almas en pena de Robert Bresson y los espectros errantes de Tsai Ming-liang) deseando huir de su propia existencia lanzándose a la piscina para saciar su prominente crisis existencial.

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Aunque nos encontremos ante una obra muy personal (tan radical y libertina como las anteriores) que posee la mayoría de las constantes de Lanthimos, hay algunas variaciones estéticas y estilísticas respecto a su filmografía anterior que le dan un nuevo enfoque a su lenguaje. La narrativa se acerca más a los cánones convencionales, con menor fragmentación, mientras que la puesta en escena y la estética resultan mucho más sutiles y estilizadas que en sus obras precedentes, demostrando (como era de prever) que el griego es un auténtico esteta, aunque en su escueta filmografía se había decantado plenamente, hasta la fecha, por el feísmo militante. Las citadas tomas largas de sus tres primeros filmes, llevadas a cabo con unos movimientos de cámara casi imperceptibles, colores apagados en unos planos descentrados y sucios que en muchas ocasiones sólo mostraban medio cuerpo (dignos de un cámara en pronunciado estado de embriaguez o de drogadicción) varían ostensiblemente en su primer filme hablado en inglés. De todos modos, hay algún momento puntual en el que, a pesar de deslumbrar con su bella fotografía, sigue recortando los cuerpos y no se despoja de la mayoría de sus señas de identidad: silencios incómodos (aunque sea su incursión más parlanchina), la renuncia a una semántica explicativa, las escenas de sexo deliberadamente torpes y grotescas, momentos musicales regidos por actitudes descerebradas, constantes y simpáticas referencias a la historia de la cultura pop y crueles retazos sangrientos inundados de humor muy siniestro. Todo ello proporciona una extraña sensación que fluctúa entre la carcajada loca y la incomodidad extrema, con unas historias constantemente impregnadas de un aura de tristeza, opresión y depresión. El clima continúa siendo asfixiante, pero su tono, a pesar de seguir tiranizado por el frío, se antoja mucho más asequible y cómico (sobre todo durante la primera mitad).

Destaca sobremanera una potentísima banda sonora (si mal no recuerdo, es la primera vez que usa música al margen de la que escuchan o tocan los personajes) que fluctúa entre minimalistas e intensas fases de cuerda (muy en la línea de Nyman con Greenaway) y piezas reconocidas de Ludwig Van Beethoven, Igor Stravinsky, Dmitri Shostakovich, e incluso Nick Cave. Sorprende el uso desmesurado (especialmente durante la primera mitad del subrayado de una voz en off que resulta muy chocante puntualmente, ya que vuelve a repetir lo que dicen los personajes. Una manida técnica que usada de este modo podría criticar el uso indiscriminado de este literario procedimiento en el cine, o vete a saber qué (hasta el segundo visionado me quedaré con la duda). No obstante, la autoría de la voz en off se destapa paulatinamente, y el director griego se guarda una curiosa coartada en la manga para justificar su uso indiscriminado. Tampoco es habitual en su proceder el recurso de (la no menos trillada) cámara ralentizada, presente en las escenas que implican la simbólica caza humana en el bosque, pero hay que reconocer que, aunque es una técnica cinematográfica que se me suele atragantar, aquí está implementada con muy buen tacto y, además de contribuir a darle pulso y lirismo visual a las fases más vertiginosas, su moderado empleo no termina hastiando. Además, se intuye que su uso también tiene un alto contenido de sorna hacia su sobre-explotación en el cine actual (lo de Takako Matsu en Confessions, por poner sólo un ejemplo, era indignante).

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El aumento del presupuesto (es una co-producción entre varios países europeos) y el uso de actores de renombre internacional (incluso de Hollywood) no han hecho variar un ápice el contundente discurso de su director. Se percibe que todos los actores disfrutaron como niños con un material tan original y excéntrico. Sobresale especialmente el protagonista, un Colin Farrell fondón, bigotudo y «gafotas» en su papel más inspirado (junto a Escondidos en Brujas). Tampoco tienen desperdicio las actuaciones de Rachel Weisz en el rol de una entrañable miope, Ben Whishaw interpretando a un cojo que (como el protagonista) no le hace ascos a mentir para no convertirse en animal, el «andersoniano» John C. Reilly como un individuo ceceante cuyo animal elegido para el hipotético cambio resulta más absurdo y ridículo que el del personaje de Farrell, y Léa Seydoux que lo borda como dictatorial y sádica mandataria de esa organización contestaria que rivaliza en patetismo con el poder establecido (como suele suceder el 90% de los casos en la vida real). La gran Angeliki Papoulia tiene una aparición más breve de lo que esperábamos sus admiradores, pero tremendamente intensa y cachonda dando cuerpo a una sociópata con un humor de perros.

Langosta (The lobster) es una obra que, como todos los trabajos de su director (incluido Kinetta, su casi indescifrable debut) perdura en la memoria y ofrece muchas más lecturas de las que aparenta a simple vista. A pesar de su obstinado hermetismo y el aura de estupefacción generalizado que proporcionan las historias del tándem Lanthimos/Philippou, éstas calan por su incuestionable tono socarrón en la forma de mostrar la lucha de sus personajes contra unas estrictas normas sociales. Un reflejo que pese a su exageración (como suele suceder en algunas obras de George Orwell, Ray Bradbury y Philip K. Dick) tiene un alto contenido visionario sobre lo que nos espera en un futuro no demasiado lejano si el mundo continúa bajo el influjo de los mentecatos que dictan nuestra forma de vida. El tono caricaturesco, sin embargo, se antoja perfecto para desarrollar interesantes parábolas y observaciones sociológicas muy cachondas repletas de mala baba y nihilismo «punkarra» sobre el aislamiento, la crisis de identidad, las maltrechas relaciones humanas, la hipocresía y un sinfín de obsesiones decadentes provocadas por la alienación de la sociedad contemporánea, que unidas a una ambientación pesadillesca y un extraño y seductor lirismo (especialmente presente en esta última incursión) construyen un universo fascinante en el cual el psicótico (y a veces caprichoso) desarrollo de sus ideas nunca impide que dé gusto perderse en él. Un grande el griego.

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