Lisandro Alonso… a examen

Hace ya unas décadas que Lisandro Alonso decidió emprender un viaje letárgico constituido esencialmente de excursiones a un cine genuino, equivalente a una filmografía que lo convertiría en uno de los objetos de valor más codiciados del independiente argentino. Una de esas primeras incursiones tiene como título Los muertos, estrenada en 2003 y seleccionada en el Festival de Cine de Toronto, un ‹walking film› que nos adentra en lo salvaje y más recóndito de la selva amazónica. Una odisea claustrofóbica y reveladora, casi ascética, donde acompañamos de la mano a Vargas, un convicto de cincuenta y tantos que de pronto se ve propulsado al mundo cuando se le concede la libertad y sale de una cárcel situada en la provincia argentina de Corrientes. El protagonista, este personaje introvertido y lacónico, dice ir en busca de su hija. Así arrancan los primeros metros de esta aventura que se situaba en el ecuador de la Trilogía del hombre solitario, conformada por la anterior y ópera prima La libertad (2001), y por Liverpool (2008), que llegaría como cierre.

Aquí, en Los muertos, Alonso nos enclaustra en esta extraña prisión campestre para luego, una vez liberados, paradójicamente, encerrarnos en el tremebundo espesor de una naturaleza amenazante. Comienza así un proceso iniciático a través de los matorrales y de la frondosidad de la selva; a través de largas y extenuantes caminatas, de las paradas para beber vino o descansar; de las rutas en una canoa rupestre o de la pausa para degollar un cabrito que servirá más adelante como avituallamiento. A diferencia de como había hecho Herzog en Aguirre, la cólera de Dios, este es un “conradiano” éxodo a las tinieblas donde lo tenebroso es el propio sujeto, es decir, el mismo Vargas. Su condición tímida y callada y su disposición a avanzar hacen que este protagonista nos parezca no solo frío y distante, sino también estoicamente depredador. A eso ayuda una cámara que no acaba de acercarse al ex-convicto, no vaya a ser.

La peligrosidad de Vargas es engañosa y se camufla bien: su brutalidad en el terreno salvaje choca con su (aparente) vulnerabilidad, expresada en la civilización. Cuando se detiene en un pequeño y humilde comercio de carretera para comprar una pieza de ropa para su hija, por ejemplo, reconoce sin miramientos no poseer mucho dinero. Sin embargo, luego, poco más tarde, como quien no quiere la cosa, el señor que le prestará la balsa con la que navegará el río para lograr su cometido, comenta las razones por las que ha ido a chirona: el asesinato de sus hermanos. De modo que este nuestro protagonista (interpretado por un actor con el mismo nombre y que nos puede recordar a una divertida simbiosis entre Cantinflas y Joaquin Phoenix) concentra el hombre inadaptado, representando, de paso, la parte más animal e inadaptada del ser humano.

Pareciera que el cineasta argentino estuviese encomendado a explicarnos lo que no se nos explica normalmente, un postulado fílmico que dialoga con el de Albert Serra cuando, por ejemplo, plasmaba las partes intercapitulares de El Quijote en Honor de Cavallería. Esta última película del catalán nos viene como anillo al dedo, puesto que sus personajes andan sin cesar, como también lo hace el jugador en Death Stranding, el colosal videojuego de Hideo Kojima. En todas estas obras, se filtra de la pantalla una pesadumbre quijotesca, mostrando el sufrimiento de los personajes, pero también sublimando el precio de ese sacrificio: la transformación o el acceso a otra dimensión (puede ser en un sentido esotérico o directamente en uno trascendental: la misma muerte).

Otra característica de la filmografía genuina de este cineasta es la idea de periplo. En las ‹road movies› de Alonso se deviene un desplazamiento que no tiene lugar solo en un plano físico, sino que implica un cambio esencial, vamos a llamarlo una mutación: una mutación imperceptible, sutil pero infranqueable e insoslayable. Lo pudimos comprobar, también, en 2014 con aquella celebrada y visualmente espectacular Jauja (2013), o ahora recientemente con ese fenomenal tríptico llamado Eureka (2023). Los seres del director habitan y confluyen una linealidad donde el mismo viaje es el objeto de su ser. Además, no solo cobra importancia el contenido, sino también el contenedor. Al revés, pasa lo mismo: el espacio es tan importante como quien lo ocupa y como lo que se desarrolla en ese espacio. Por eso, en sus films, los personajes no dejan de interactuar y participar en su contexto, tocando paredes, sentándose en sillas o en el césped, mirando al horizonte de una llanura infinita, comiendo, acampando y bebiendo de fuentes milenarias. Hombre y decorado se fusionan para conceder una sola unidad de materia.

En ese sentido: ¿Qué demonios buscan los personajes de Lisandro Alonso? ¿Por qué parecen desafiar el tiempo y agarrarse a los paisajes que impregnan sus pantallas? ¿Por qué motivo parecen no tener ni prisa ni, es más, ninguna intención de abandonar el plano? Quizá la pregunta más correcta a formular es cuál es, en cada caso, la experiencia que regala al espectador. Un chute estético canalizado a través de la transfiguración de estos personajes, pero también mediante la desfiguración del tiempo y de la sacralización de una naturaleza, presente con fuerza en cada uno de sus títulos. «El desierto se come todo», dice alguien en Jauja. El mar también es carnívoro, podríamos pensar en Liverpool. De la misma manera que lo es la jungla interminable y acechante en el caso de Los muertos.

La contemplación de los personajes que, a su vez, contemplan la naturaleza (resultando en un juego metatextual), pues, resumen levemente un ejercicio extracontemplativo, como podríamos aseverar también de la apuesta cinematográfica de Tsai Ming-liang. Sus historias son movimiento y a través de ellas, Alonso aprovecha para ahondar en el alma humana. Los muertos comienza como acaba: con esa poética irónica característica, a ratos divertida, a otros caprichosa o supremamente grandilocuente y lúcida: todo es una prisión. Estamos ante un tratado filosófico, esencialista, purista, telúrico y despojado de cualquier vicio moderno que tenga que ver con convenciones o nuevos ritmos de consumo ni índices de taquilla. Un cine configurado de una forma para nada pedante (sin piruetas, ni efectismos, ni pirotecnia; sin ápice alguno de elementos extradiegéticos), a través del cual parece advertirnos que, simplemente, hay que aceptar ese hecho y aprender a resignificar esa cárcel cosmológica que es la existencia. Participar en una expedición de Alonso, sea cual sea, vale la pena: pues con ella es posible redescubrir lo inexplorado. Así nos resarce el argentino. Con autenticidad y algo que no veremos en ningún otro cineasta del mundo.

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