Eureka (Lisandro Alonso)

No pocas veces el estrés, el trajín y la sobredosis de cine conllevan un agarrotamiento que deriva en posturas y formas de evitar la incomodidad de la butaca, una contrariedad en el momento de afrontar cualquier proyección que queda, no obstante, suspendida ante Eureka, un film cuyo hechizo se extiende más allá de la pantalla. Lisandro Alonso es ya asiduo al festival de Gijón, ganó el año 2008 con Liverpool y ha acudido recurrentemente desde entonces. Llevaba desde Jauja (2014) sin presentar ninguna película para sorprendernos con Eureka, que después de su paso por Cannes, llegaba al FICX. En la presentación de esta película nos advirtieron que no debíamos buscar significados ni tramas, teníamos que dejarnos llevar por ella, entrar en su juego y aprender a leerla. Eureka se presenta como un tríptico acerca de la condición indígena de las tribus en el continente americano que sobrepasa el tiempo y el espacio.

La historia se divide en tres partes muy marcadas, tanto en lo narrativo como en lo visual. En primer lugar, nos encontramos con un western en blanco y negro, donde seguimos a Viggo Mortensen que, al igual que en Jauja, busca a su hija. Esta parte está llena de alcohol, sexo y disparos; es sucio, plástico, divertido y frenético, para el ritmo al que nos tiene acostumbrados Lisandro.

Después se rompe, nos damos cuenta de que este western procedía de un televisor que estaba observando Sadie, una chica que es entrenadora de baloncesto en el instituto local y que convive con Alaina, una policía que patrulla por la reserva donde viven, en Pine Ridge, Dakota del Norte. Alonso viaja a la actualidad tomando un tono más documental y crítico para retratar un lugar que se encuentra en una situación de precariedad, con una esperanza de vida de 50 años, con tasas altísimas de alcoholismo, paro y suicidios. Tal vez sea la parte más interesante, con reminiscencias a Fargo, por esos planos blancos sofocados por la nieve, junto con un tono documental con el que radiografía la reserva de una forma asoladora.

Finalmente, gracias la metamorfosis de un personaje viajamos al sur del continente, a una selva, retrocediendo varias décadas. En esta historia sobre el colonialismo y la explotación de las tierras seguimos a un chico que abandona su tribu para trabajar en una mina de oro. Emprendiendo una pequeña odisea con aura de Pasolini o Apichatpong Weerasethakul, optando por escapar del diálogo y centrándose en el simbolismo.

En la rueda de prensa le preguntaron al director por qué escogió una duración tan larga para un plano de la película, en el cual un personaje de la reserva toma la decisión de suicidarse. Lisandro respondió que fue para invitarnos a reflexionar. Allí ha habido más de cincuenta suicidios infantiles debido a que los chicos no atisban ningún futuro o porque ven el futuro que les espera. Cree que podemos tomarnos seis minutos para reflexionar sobre esto, pensar por qué ocurre esta situación, qué les lleva a ello o por qué los Estados Unidos no interviene. Y no es la única ocasión en la que usa este recurso; también, entre otras, lo emplea en la tercera parte, donde a través de un plano de unos cuantos minutos observamos a un chico en la selva esperando a que pase el tren para poder cruzar al otro lado. Esto nos empuja a hacer conexiones sobre cómo afecta el colonialismo al lugar y a la vida diaria de la gente de la zona.

Lisandro parece no solo haber heredado la estética de cineastas como Robert Bresson o Andréi Tarkovski, como también han logrado otros directores actuales, sino que además ha hallado cómo esconder preguntas en el tiempo y no ha caído en una simple estetización vacía. Nunca es casualidad la duración escogida, le da a cada plano los segundos y minutos necesarios para hacer que la cámara parezca un cincel que acaba por esculpir en el tiempo. Esto hace que al salir no entiendas qué acabas de ver, ni el viaje que acabas de realizar. Días después cobra algo de sentido esa invitación que te hacía reflexionar la identificas y acabas aceptándola.

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