Echo (Rúnar Rúnarsson)

En su tercer largometraje el director islandés Rúnar Rúnarsson casi parece haber tratado de adaptar —desde la perspectiva de su propio país al cine— la radiografía sociológica del mundo contemporáneo posmoderno de Zygmunt Bauman en su ensayo Amor líquido (2003). Con 58 planos, correspondientes a las escenas que forman la estructura del metraje de Echo, se va explorando situaciones cotidianas concretas de todo tipo de personajes de edades, clases sociales, procedencias y personalidades. Las escenas, que podrían evocar a las viñetas en plano fijo que utiliza Roy Andersson en sus películas, poco tienen que ver con ellas en en el fondo por su falta de entidad individual. Aquí no se trata de ver gags completos de una vez o de cómo se desarrollan sus propuestas a lo largo de distintas entregas, o las posibles interrelaciones entre personajes y situaciones. Nos encontramos puramente ante un concepto temático subyacente que se va desenvolviendo por acumulación y con el tiempo. Desde el final de la vida hasta el comienzo de una nueva, desde el final del tiempo hasta el comienzo de una nueva era simbolizada por el paso del Año Nuevo, Rúnarsson construye poco a poco un mosaico complejo cuyas piezas individuales son en apariencia de una cotidianeidad y sencillez inofensivas.

Este ensayo fílmico de ficción sobre la sociedad actual salta entre lo personal y lo social o hasta la dimensión política de los vínculos y las relaciones humanos tan frágiles que nos definen hoy, con situaciones que enfrentan los conflictos humanos próximos y locales con sus orígenes lejanos y globales. El distanciamiento con lo que ocurre a nuestro alrededor y la mediatización de las tecnologías de nuestra experiencia diaria, mientras nos implicamos en causas lejanas sobre las que poco o nada podemos hacer. El humor aparece recurrentemente aunque con extrema sutileza. Los subrayados son mínimos y los únicos momentos en los que parece caer en ellos es por el simple choque del punto de vista que toma en su reflejo de nosotros como espectadores. Por ejemplo, existe una interpelación directa a cómo interactuamos con sucesos violentos, eventos públicos o simplemente la realidad que nos rodea a través de nuestros móviles. Y hasta cómo de la propia desconfianza ante medios y políticos —de mentiras y manipulación—, se contrasta con el mismo uso de las imágenes creadas por cada individuo como arma en un conflicto por un hueco para aparcar con un notable tono irónico.

Aunque los planos que sirven al desarrollo de su premisa están cuidados y sus composiciones hacen un uso magnífico de la profundidad de campo, en ningún momento cae en una hiperestilización formal. La escala humana se tiene presente siempre y lo justo para la ambientación y la descripción de espacios sobre lo que se cimenta en todo momento su aproximación visual. El difícil equilibrio de la convivencia entre una multitud de extraños de las ciudades modernas occidentales que lo siguen siendo mayoritariamente toda su existencia, la falta de empatía con aquellos que forman parte de nuestras vidas y a los que sacrificamos por satisfacer nuestros deseos más inmediatos y caprichos irracionales. Todo eso se podría sintetizar en el plano del barco mecido intensamente por el oleaje en alta mar con el que concluye el film. La fragmentación de su elaboración discursiva dista mucho de ser azarosa. La realidad social es tan compleja que es imposible acercarse a ella intentando crear una narrativa general que permita explicar los comportamientos —ya sean positivos o negativos o directamente ajenos a la lógica o por tradición— en los que caemos todos los días. Sólo deconstruyendo esa realidad se puede alcanzar cierta iluminación sobre qué somos y cómo actuamos cuando estamos en presencia del otro, conocido o desconocido, o de nosotros mismos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *