Desconocidos (Andrew Haigh)

El ‹skyline› de Londres al alba con la cual se abren los créditos iniciales de Desconocidos (en inglés, All of Us Strangers), el último trabajo de Andrew Haigh, permite avistar vagamente lo que realmente es: una caída libre que destrozará insistente y sádicamente al espectador. La metaficción del cineasta británico excava en lo más profundo de la vida de Adam (Andrew Scott), que vive solitariamente en un piso de un edificio vacío trabajando incesantemente en un guion. Una noche, Harry (Paul Mescal) interrumpe cariñosamente el silencio cuando se presenta, botella de destilado en mano, en la puerta del apartamento para así desatar un romance atípico fundamentado en aproximaciones y lejanías, en acercamientos vacilantes y miradas ebrias de personas heridas. No solo eso, Adam usa un tren de cercanías, también completamente vacío: todo en Desconocidos está desolado de vida. Los espacios tan solo están frecuentados por los personajes principales, que deambulan en los entornos como si recorriesen el fin del mundo. Esos trayectos le sirven a nuestro protagonista para escapar de la soledad de su hogar y recurrentemente realizar expediciones a su pueblo natal, donde va a visitar a sus padres (o sus almas) que, como explican de buen principio, han fallecido 30 años atrás.

Con esa premisa inquietante y una propuesta estilística obsesiva e impecable, Haigh difumina la línea entre realidad y fantasía, e insufla su relato (un relato de entrada minúsculo, pero que va calando y contrayéndose y haciéndose cada vez más grande) de un misticismo purificador, prescindiendo del materialismo al cual parece renunciar la película en los momentos más dramáticamente álgidos. El director prioriza una locuaz narrativa de lo trascendental, aunando fantasmas e invocando espíritus del pasado para edulcorar el presente o, como mínimo, para mitigar la parte más corrosiva de unas heridas que sabemos no van a cicatrizar jamás. Haigh lo apuesta casi todo cuando confía en el despliegue del ambiente, y esa es quizá la gran baza de un film que se toma su tiempo para deformar, pacientemente, el microcosmos que ha propiciado. Sin caer en ningún tiempo en el cepo de la pornografía emocional, Desconocidos acompaña en todo momento a sus personajes, habitantes en pena que interactúan entre sí de una forma fatua, casi ridícula, con el pasotismo de aquel que se dirige hacia un ser extraño, pese a que haga tiempo que se conozcan. Todo llega a su clímax con el colofón en un restaurante, escena paternofilial que vale la pena no desvelar (no sólo para evitar el spoiler, sino porque también merece un visionado catártico y no mancillado por cualquier información previa que se pueda leer en una crítica como esta). Suenan los violines de The Power Of Love demoledora, que incita a las lágrimas y que hace temblar en una secuencia brillantemente filmada.

En esta película ocurre un poco como pasaba en Aftersun de Charlotte Wells o How to Have Sex de Molly Manning Walker, donde el plano real pierde el norte, donde el timón del capitán (si es que hay capitán) se descontrola y entra en juego esa cortina onírica que envuelve la cinta de una preciosista brisa de ensueño, irreal y mágica. Desconocidos se instala, así, como si de un limbo exculpatorio se tratase, una suerte purgatorio donde el lenguaje espacial y temporal parecen paralizarse. Una cárcel de recuerdos, traumas y asuntos por resolver al cual el espectador es delicadamente encerrado. Mérito de esa ambientación gaseosa y densa la tiene, en buena parte, la fotografía arrolladora de Jamie Ramsay (Living, She Will, Mira cómo corren), que suministra en pequeñas dosis venenosas para terminar sublimándose cuando el metraje acaba y entonces ya es demasiado tarde. También merece mención la espeluznante banda sonora de Emilie Levienaise-Farrouch, que nos hace bailar a ritmo de los Pet Shop Boys o bien nos carcome sentimentalmente con sintetizadores. La química entre el tándem Scott-Mescal coloca la guinda del pastel, materializando una relación intoxicada por la culpa, a la vez irrigada por el amor más puro y absoluto, que trasciende lo terrenal para acabar conectando con un esoterismo nada forzado o disonante.

En Desconocidos lo grotesco se abraza inherentemente a lo poético, y se ilumina con un halo de luz celestial que se filtra interdimensionalmente. Desprende una aura espiritual especialmente naturalista, y consigue que el infierno mute en un subterfugio donde tomar aire, respirar y cauterizar pese a las miles de estalactitas de nostalgia que congelan y a la vez queman. Además, en un mundo gobernado por la dictadura de las etiquetas y la categorización insustancial y frívola, Haigh consigue esquivar hábilmente el estancamiento del género: ¿es esto una historia de terror, de amor, un alegato a favor del tratamiento de la salud mental, el suicidio y la depresión? Quizá lo sea todo, y lo más importante: Desconocidos edifica algo abstracto que va mucho más allá de lo ‹queer› o ‹gay›, que no se puede definir sino palpar. El director ha conseguido, de nuevo, elevar una película a una sesión sanadora de espiritismo, curas y autodestrucción para nada superficial. Es muy difícil empujar a los personajes a ese abismo infinito y lograr que se precipiten con tal estilo y delicadeza, como si de acróbatas circenses se tratase. Nosotros caemos con ellos dándoles la mano.

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