Blanquita (Fernando Guzzoni)

Hay un sometimiento bajo la ley que no es el que la propia ley provee desde sus principios, una obligación de tolerancia frente a la transgresión moral tanto física como psicológica, pues hay delitos que serán ignorados sistemáticamente dependiendo de quien los cometa, y no solo ignorados sino también blanqueados a través de artimañas legales; de esta forma, el orden institucional otorga licencias a determinadas personas para que hagan y deshagan según les apetezca, ya que sus órganos no escapan al flujo del poder económico. Esto parece obvio, los ricos siempre se salen con la suya, y no solo ello sino que su ética huye del orden social común, pues ostentan derechos no enunciados. Es por ello que, como en el caso de la cinta que nos compete, a veces seguir las reglas es condenarse a la injusticia.

El marco para esta historia es el abuso infantil: un grupo de niños conviven con la conciencia rota por el trauma, haciendo que sean incapaces de expresar sus vivencias de una manera comprobable o articulable en un marco de medida coherente; así, la cinta abre señalando una de las principales marcas que deja la violencia prolongada: la destrucción psíquica del recuerdo, la deformación de la experiencia, y el resquebrajamiento de la conducta de la víctima en pos de una alienación necesaria, de la búsqueda de un estado de fuga constante en cual pueda resguardarse la persona de sus tormentos. Es aquí donde entra el relevo y la potencial mentira, en esa necesidad de sacar a flote la realidad incluso a través de máscaras y simulaciones; ese será el papel de Blanquita, quien con su actitud rebelde y confrontativa pondrá las manos en el fuego con tal de frenar el entramado de abusos que lidera el poder.

La trama se desarrolla como una suerte de thriller anti-policial en el que la justicia persigue a la víctima, porque son las instituciones en este caso quienes se comportan como una mafia, enviando matones, comprando testigos, intimidando a las víctimas, en un juego perverso de falso rigor procesal.

En cuanto al aspecto narrativo, se enfatiza en el retrato tanto de la protagonista como de su tutor (interpretado por Alejandro Goic), dejando sus expresiones así como las conexiones de las mismas en un umbral interpretativo, desdibujando de ese modo sus razones y el rigor de sus palabras, haciendo que el espectador dude de las intenciones de ambos personajes pero sin que esto llegue al extremo de denotar un aire malintencionado. Hay crudeza en los diálogos, aunque las imágenes se mantendrán en el margen de la violencia, sin llegar a retratar nunca nada demasiado chocante.

A veces la cinta estará tan inmiscuida en sus protagonistas, que pareciera que los mismos son un microcosmos, algo afuera de la sociedad, o como si la sociedad fuese una turba de sombras que observan vigilantes y cuyo juicio es más endeble o irrelevante de lo que aparenta en el mundo contemporáneo. Lo que se achaca a la propuesta es quizás lo abrupto de su cierre, no por el tono ambivalente o incluso negativo que pueda generarse, sino porque da la impresión de que las cosas se apresuran de forma descuidada al final, como si todo lo que hasta el momento tenía cierta solidez se desmoronara frente a una treta que parece más que nada fruto del azar. Esto no empaña lo relevante de su tema ni lo incómodo de la reflexión que propone, pero sí se pierde un poco la potencialidad de entender las lógicas del poder desde una mirada más sobria. Se puede concluir que al final se elevan dos juicios, especialmente uno a tener en cuenta que reivindica un escape de la legalidad, pues lo oculto, aunque no se revele (y quizás por eso mismo) permanecerá siempre latente, acechando, a punto de explotar.

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