La hija eterna (Joanna Hogg)

De todos los puntos de vista desde los que nos podemos enfrentar a las peculiaridades de Joanna Hogg como realizadora, elijo revisitar su concepto de duelo relacionado con el espacio que nos brindó en Exhibition, en esta ocasión a través del terror. En el fim citado, una pareja debía despedirse de un espacio que les había acompañado durante todo su matrimonio, una construcción alimentada de sus propios procesos creativos, una parte visiblemente humana de lo material. Con La hija eterna, su último trabajo y una confirmación de su conexión con la actriz Tilda Swinton, siempre preparada para grandes retos interpretativos, seguimos un camino paralelo para un mismo fin: la memoria del espacio.

No exenta de extravagancias, que no se reducen únicamente a Swinton interpretando tanto a la madre como a la hija protagonistas de esta historia, que llena la pantalla de planos/contraplanos para formular sus palabras, sino que va revelando inadaptadas conversaciones entre ambas que parecen otorgar un ligero humor británico que quisiera parecer involuntario, La hija eterna se desvela tempranamente como una película de terror y misterio de tintes clásicos gracias a la importancia que se le da a la memoria del espacio.

En cierto modo lo vital de la película es esa dualidad hija-madre que se presenta sin secreto alguno al afrontar el reto de ser dos papeles representados por una misma persona. Su relato nos invita a pensar que, además de ser madre de por vida, la hija conserva su papel del mismo modo: eternamente. Esto es algo que se fomenta a través de reflejos de espejos en varios momentos, donde la réplica de las personas a través de los distintos reflejos dan a entender esa relación imperecedera con su propio papel en el mundo. Más allá del propósito que se desvela una vez comenzado el metraje, donde el interés por recrear la historia de la madre por parte de esta hija cineasta convive con la imagen idealizada que tiene sobre ella —y que niega en cierto modo la realidad—, hay algo de fascinante en esas paredes empapeladas con flores e imágenes de caza, con esas lámparas victorianas y muebles con acabados en madera de tonos caoba. No es simplemente un reflejo de un espacio anclado en el pasado, es también la reverberación hacia esos caserones tan propios del terror británico ambientados en épocas pretéritas que me obligaban a pensar continuamente en una historia concreta, no plenamente ajena a lo que en La hija eterna ocurría.

Desde la historia de Henry James Otra vuelta de tuerca, llevada a cine en incontables ocasiones, siempre con sus pretensiones psicológicas propias de referentes en la temática, surgía Suspense (1961) de Jack Clayton, una de sus películas más reconocibles que nos hablaba de aquello que inconscientemente nos sentimos obligados a presenciar. De ostentoso decorado, lleno de cortinas y con personajes con comportamientos inapropiados y aterradores, seguíamos a una joven y recatada institutriz que llegaba a una gran mansión y empezaba a ver y oír sombras y oscuridad por encima de sus posibilidades. Algo parecido le sucede a la hija de esta historia, que conjuga el sabor agridulce de esas vacaciones atemporales con su anciana madre. Aquí es donde podemos volver a citar a su directora, Joanna Hogg, pues ella es la responsable de la mutación que el tiempo tiene al cruzar la puerta del hotel. En ese momento las dos mujeres comparten su intimidad exclusivamente entre ellas, sin ninguna concreción de un cuándo al referirse siempre a eventos pasados, mientras diagnosticamos el ahora observando a la joven recepcionista, un aporte distante, esquivo e incómodo que nos lleva de nuevo al improvisado humor. De todos modos, ese incómodo contacto con ella solo parece un aviso de lo inoportuno de concebir un momento concreto de la historia, capaz de desmoronar esa correcta y pasivo-agresiva relación entre las dos mujeres protagonistas, con personalidades muy marcadas y a la vez contrarias.

Además, tenemos la otra relación que incuba la hija con la creatividad y el espacio elegido para sacarla adelante. Con el instinto fabulador de una artista, las brumas se vuelven intrigantes y el interés por rescatar información ya conocida altera nuestro estado, por lo que los fantasmas comienzan a cobrar vida siempre de un modo subjetivo, orientados en los intereses de su protagonista, que empezará a interactuar con sombras y oscuridad en esos instantes en los que la soledad toma forma.

Quizá sea un acierto que las dobleces que rompen tempranamente los misterios del film sean realmente evidentes, es un modo de enriquecer los fantasmas propios sin necesidad de optar por un giro abrupto y sentenciar así el significado que Hogg quiere darle al film. Podría ser una broma, o simplemente un interés que nunca se acaba de desarrollar completamente, pero la directora tiene mucho que decir, a partir de un tono oscuro y obsesivo, sobre las relaciones materno-filiales, del mismo modo que sabe que el espacio donde se completan esas relaciones debe tener un significado propio. Es así como en La hija eterna, el hotel se transforma en el tercer personaje, el testigo directo, el cómplice, el generador de suspense, el conocedor de todas las historias que allí van a relatarse. Un hotel convertido en el diario al que debe recurrir la hija, la creadora, para renacer a través de los misterios de la memoria. ¿Es quizá el personaje principal, el verdadero motivo de los desvelos de sus protagonistas? Negaría la opción de ser un simple complemento, cuando las paredes hablan a través de planos fijos con tanta soltura.

Es por eso que nos encontramos ante una película difícil de calificar, que se maneja en términos muy concretos y personales por parte de Joanna Hogg y que irremediablemente gana con la soltura que presenta Tilda Swinton ante los grandes retos. Es fácil arrancar una risa nerviosa, o convertirse en la pesadilla perfecta gracias a su repetitiva música, una difícil de olvidar, pero también tiene un ingenio único que forma parte del diálogo interno de una directora que resulta siempre peculiar. Y sí, definitivamente, da otra vuelta de tuerca a su propia historia. Y otra. Y otra más.

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