Todos vosotros sois capitanes (Oliver Laxe)

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Es innegable que uno de los grandes temas que el cine se ha propuesto tratar desde siempre —y sobre todo con más énfasis durante estos últimos años— ha sido la reflexión sobre su propia naturaleza. Esta reflexión, si bien hecha, suele desembocar en la respuesta de que esa obra solo puede ser cinematográfica.

Laxe nos propone un ejercicio complejo de reflexión cinematográfica, de interpretación y detalles, de crítica y de autocrítica; una película compleja y completa, al fin y al cabo. Partiendo de un hecho real (él, cineasta, imparte un taller de cine en Marruecos, y mientras tanto procura rodar una película con sus alumnos), consigue llegar a ese terreno tan interesante que resulta de mezclar lo real con lo ficticio. Él se interpreta a sí mismo enseñando a sus alumnos, y a la vez él mismo es criticado por sus personajes a lo largo del filme. Lo que hay aquí es un proceso de aprendizaje con la «excusa» del rodaje. Laxe, haciendo la película, no puede más que aprender de sus alumnos tanto como ellos aprenden de él. Y en lo que puede parecer un exceso de autocrítica o incluso de falsa humildad, no hay más que una aceptación de la realidad tal y como es. Alguien que, desde fuera, intenta enseñar con métodos ajenos una serie de técnicas para que unos niños aprendan, no puede de primeras más que llevarse una decepción al ver que él y ellos son distintos, y que la comunicación no resulta tan fluida como uno quisiera (y no estamos hablando solo del idioma).

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Para ello, Laxe hace uso del celuloide. No creo que sea un elemento aleatorio en la toma de decisiones, sobre todo siendo la enseñanza del medio cinematográfico una de las grandes cuestiones de la película. El soporte está aquí bien definido, apareciendo a veces en pantalla (los niños jugando con la cámara, filmando e incluso rompiéndola); al igual que el blanco y negro, a veces usado indistintamente en otras producciones para separar fragmentos temporales o algunas cuestiones de menor interés; no, aquí resulta una forma de acercarnos a un pasado remoto, primitivo, donde se aprende algo por primera vez de manera pura, por un lado; y de homogeneizar los dos relatos que se cuentan, por otro: el marco en el que se rueda la película, es decir, Laxe enseñando a los niños, y lo que estos filman.
Se trata de alguien que se sorprende ante la realidad de su propia película, de lo que esta le ofrece y no ha sido capaz de prever, y decide adaptarse a ella. De este modo, el proceso que surge resulta mucho más interesante y enriquecedor (suponiendo que así sea como se haya construido la película). Tal vez esta salió de la propia experiencia y el contexto, o tal vez fue al revés.

En cualquier caso, no es posible, debido a la alta calidad de las «interpretaciones» y de las situaciones extremadamente cotidianas, darse cuenta de qué es lo que en verdad está representado. Hay veces que el director distingue entre la película que están haciendo los alumnos, y la que está haciendo él con sus alumnos, y hay partes en las que somos nosotros, espectadores, los que tenemos que diferenciar (o, incluso mejor, perdernos en esta mezcla que se nos presenta).

Pero sí que es posible darse cuenta de algo: que lo que realmente no puede ser más honesto es el hecho de un hombre enfrentándose al proceso de su película, y las dificultades que todo esto conlleva. El proceso, por tanto, se vuelve de manera irremediable uno de los grandes temas de reflexión de la película, y el resultado de este es tan natural como complejo.

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