Stella Cadente (Luis Miñarro)

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Un tambor recorre una línea recta imaginaria por un salón hasta caer de forma lateral por su propia inercia. Segundo de Chomón sonreiría desde su tumba. Una hoja de afeitar posada en un lavabo de higiene tiene un remate en forma de crucifijo en su empuñadura. Luis Buñuel se revolvería desde la suya. Como una estrella fugaz que recorre el cielo, un instante efímero y a la vez eterno, Luis Miñarro expone un estimulante abanico de guiños y propuestas referenciales a la pintura, la música, la escultura y, por supuesto, al propio cine. El subtítulo de la película reza ‘divertimento’, y es precisamente esta apariencia la que se logra vislumbrar tras las cámaras de sus creadores: un vehículo de reflexión artística con alarde de encanto, frivolidad y jovialidad compartida.

Así como los films basados en hechos reales incluyen un rótulo de crédito inicial para prevenir o advertir a las audiencias, en este caso la enunciación vendría a decir: esta película no debería tomarse tan en serio como puede parecer. El breve y caótico reinado de Amadeo de Saboya en España es tratado por Miñarro tan solo como una coartada, un plantel expuesto en primer término, que le sirve de excusa para exhibir una sucesión de situaciones de pretendido tratamiento hilarante y emergente humor negro entre la aparente frialdad expositiva, que no deja de ser un complemento más del show. La comedia en bruto desprioritiza la fábula histórica y el concepto didáctico para devolvernos el brote más amargo de una crisis política, con un estado de ebullición ciudadana que en todo momento permanecerá fuera de campo, y una pérdida de identidad personal movida por la reclusión y la impotencia inmovilista ajena.

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Miñarro da rienda suelta a la condensación de su bagaje cultural y rechaza concienzudamente tratar a su película como un aparato discursivo para saldar deudas con la memoria histórica. Quizás esta concepción hubiera resultado más convencional bajo semejante contexto, pero el director opta por hacer suyo el relato y compartirlo solo en pequeñas dosis, a través de guiños y sonrisas de complicidad. El resultado es una armoniosa comunión entre el cine de género y el cine de autor, pues la deserción expuesta discurre como un caudal que cruza pasado, presente y futuro sumergiendo al espectador en una especie de extraña embriaguez. El cineasta barcelonés, en su primera incursión en la ficción, da forma a un arte futuro mientras canaliza una sabiduría antigua, si bien relamida en su propia extrañeza, uniforme en su expresión.

Dentro de este juguetón recorrido por la historia española, no faltan los llamativos anacronismos, principalmente musicales, y los juegos psicosexuales insertados en la narración. Música pop francesa de los años setenta e incursiones en variopintas prácticas eróticas (con una más que destacada Lola Dueñas haciendo uso de una descarada carnalidad) aderezan un cierto espíritu camp que sobrevuela por los cuatro costados mientras las imágenes, de una belleza casi pictórica, nos remiten al origen de la composición fotográfica (desde la puesta en cuadro de Courbet y su origen del mundo hasta la filosofía de trabajo de Peter Greenaway) en un interesante ejercicio de depuración narrativa y ética.

Decir que cada plano de esta película supone una continua exhibición de maestría formal resultaría, para muchos, una afirmación pedante y sesgada. Recomiendo, a los más escépticos, que se suban a bordo de este barco y lo comprueben por sí mismos. Su rechazo a lo convencional otorga una de las cimas a las que todo director aspira: narrar sin ningún tipo de atadura, sin pagar peaje por los códigos del género. Junto a ello, enrareciendo la función, extrañando al personal, subyugando las mentes más aturdidas y, contra todo pronóstico, divirtiendo. Quizás sea esta la última y más importante de las consecuencias.

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