Vitalina Varela (Pedro Costa)

La densidad formal del cine de Pedro Costa se ha convertido ya no sólo en una de las más remarcables señas de su cinematografía, sino también en una cualidad que lo acerca al prodigio de la narración. Algo que ha quedado atestiguado con su última película, Vitalina Varela, flamante ganadora en Gijón y que cuenta la historia de una mujer que llega a una zona suburbial de Lisboa proveniente de Cabo Verde; el motivo, encontrar a un marido de pasado emigrante, aunque tras su llegada descubre que ya nada es como creía en su visita a la zona suburbial de la capital portuguesa: su esposo ha muerto y ahora se encuentra sola y apesadumbrada ante los añejos tiempos que nunca volverán. Es el dolor de la mujer el motor conceptual de la obra, en la que Costa utiliza sus blasones estéticos para escenificar el desconsuelo y la tortura emocional de quien ve ahogadas sus ilusiones y que tiene que sobrellevar un luto que también queda martirizado por un pasado de desgastados lazos con el presente.

Vitalina Varela es una película cuyo eje contextual queda bien claro desde el inicio: un dolor esclarecedor, tortuoso y arraigado en la aflicción sin consuelo, donde Costa se desprende de cualquier anexión a la convencionalidad narrativa para procrear una pieza de atmósfera fantasmagórica, opresora y hermética. Sus logros estéticos, que sin lugar a duda arremeten ante un aura cuasi quimérica que se anexa al abanico de emotividades de Vitalina, se convierten en la principal seña de identidad por la que pelea la cinta desde el primer fotograma, que convergiendo con la aludida compacidad narrativa, erige una pieza única y muy singular. La dualidad entre la imagen, tan apagada como impermeable, y la disertación hacia el suplicio, confluye a través del recorrido que Costa pretende como un subtexto presente cinematográficamente de manera subjetiva, exorbitándose en unos repuntes dramáticos muy medidos. En estos, el poder de la dialéctica añade aún más dimensiones a la película, en una concepción escénica teatral, dando una innegable entereza a su discurso.

Su cercanía escénica, rompiendo las barreras entre ficción y realidad, propone un aura documentalista acerca de Vitalina Varela, la mujer que protagoniza y da nombre a la cinta. Sin ir más lejos, Vitalina está rescatada de la anterior obra de Costa, Caballo dinero, respetando esas pretensiones artísticas de dotar de riqueza la vida interior de personajes marginales. Y para ello, en el film que nos ocupa el director acierta en la idea de acrecentar el universo físico de Varela: recovecos de imaginería subterránea, pobreza incrementada estéticamente no sólo para dar énfasis a la ya lúgubre idiosincrasia de la protagonista, sino como ejecución antagónica de la exteriorización emocional de la mujer; un luto perenne, como una idea que evoluciona a través de los conocimientos que nos llegan por parte de la propia Vitalina de esas experiencias y vivencias pasadas que ya nunca volverán. El dolor como arma narrativa, principal idea de la obra, que desemboca de una manera prodigiosa con los arraigues visuales que Costa domina en todo momento.

Vitalina es la película, y la mujer lo agradece mostrando una interpretación silenciosa, implacable y despiadada en los impulsos emocionales. Costa los mide muy bien y para ello utiliza algunas de sus mejores dotaciones formales, como la simplista puesta en escena con férreos encuadres, la escala limitada del color en el que la escasa luz utilizada enfervorece la presencia de la protagonista, amén de un excelente (y a veces olvidado elemento cuando se analiza el cine del director portugués) uso del sonido ambiental. El cine de Costa puede ser atribuido a elementos como la simpleza o la desmedida consistencia tonal, pero queda claro que en Vitalina Varela estos y otros fundamentos juegan a favor de su principal idea argumental, de excelsa consistencia dramática: el dibujo emocional de su personaje sin juicios de su estado social o rasgos comparativos, sino como la manera de exorcismo dramático en el que el espectador recibe un discurso de emotividades ampliado por una feroz estética, que incluso en varios momentos, relevantes para la historia, tantea una justificada conexión entre la vida y la muerte.

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