Rojo (Benjamín Naishtat)

Argentina, a mediados de los años setenta. Un respetado abogado de una región de provincias tiene un altercado con un desconocido en un restaurante. Todos sus iguales de la comunidad le apoyan y el extraño es humillado. A partir de ahí, las consecuencias de un acto cuyo origen parece carecer de explicación asumen formas graves e inesperadas en una intrincada red de mentiras y silencio. Benjamín Naishtat en Rojo pone a prueba la coherencia de su propio relato a partir de la “desnarratización” de la violencia. Una violencia que para el director parece no tener nunca una explicación auténtica y sobre la que se niega a crear ningún simbolismo o ni siquiera deconstruirla. Sobre ello crea un mapa de la realidad de su país en la época trasladando también un gran trabajo de ambientación a la propia forma del film en cuanto a sus recursos cinematográficos y procesos de producción. Lentes Panavisión de aquellos tiempos y fotografía con una elaboración de la textura de la imagen similar al de la película revelada de aquellos años le dan un look de cápsula temporal. El manejo del lenguaje con elementos visuales y movimientos de cámara típicos de las películas de entonces acaban por definir un ejercicio de estilo al servicio irónicamente de la autenticidad histórica establecida dentro de la ficción.

Y entre zooms, fundidos y el montaje, el personaje de Dario Grandinetti huye hacia adelante, esquiva sus responsabilidades y las consecuencias de sus actos, ayudado por una comunidad que prefiere ocultar el asunto sin necesitar de más explicaciones para evitar los posibles daños que pueda sufrir el ‹statu quo›. Recién salida de una dictadura, Argentina estaba a punto de entrar en otra en la que el terrorismo de estado fue algo sistemático promovido por la Junta Militar que se formaría y coordinada con otros gobiernos de dictaduras latinoamericanas como las de Chile, Brasil, Uruguay, Bolivia Paraguay. La política de secuestros, torturas, desapariciones y asesinatos apoyada por medios de comunicación y por parte de una sociedad que veía bien eliminar a la disidencia y al que no aceptara los términos del nuevo régimen. A pesar de que el relato de Rojo está situado en una época previa, es algo directo relacionar la premisa argumental y la mirada sobre sus personajes con las posiciones de clase media y la burguesía del país, apoyando determinadas tácticas para fortalecer y preservar su visión de cómo debe ser la sociedad que, según ellos mismos, mantienen en orden y abundancia.

Porque para que surja un movimiento fascista que tome el poder y lo mantenga, la connivencia de una buena parte de los ciudadanos es más que necesaria. De sus colaboracionistas y aquellos que se benefician directa o indirectamente. La ideología se nutre de la identidad única y la identificación como verdad absoluta de la misma. De nuevo el conflicto entre las clases dirigentes y privilegiadas contra un ataque de los que ponen en riesgo su posición forma parte central de la narración de un largometraje de Naishtat. Como pequeño ‹macguffin› aparece esta especie de detective Colombo chileno interpretado por Alfredo Castro, que comienza a presionar, sugerir y a acusar de las maneras más sutiles a las no tanto, a modo de una extensión del espectador. Los momentos de liberación de la tensión a través del humor generan un contraste que todavía envilece más las posiciones de los acusados inquisitivamente con la cámara del director. La risa surge potenciada por la situación terrible de la que somos testigos y las múltiples ramificaciones que se pueden imaginar discursivamente de su planteamiento. Sin mostrar más que las cómodas vidas de individuos alejados de los problemas de la gente, la película sigue una especie de estructura de thriller en el que la perspectiva moral supone una presencia constante, desprovista de más detalles para dictar sentencia que sus propias acciones e inacciones, en un planteamiento elíptico en el que la propia descontextualización del mundo en el que viven deja claro cuales son los principios que les mueven.

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