Patricio Guzmán… a examen

En el plano con el que inicia Salvador Allende, Patricio Guzmán hace recuento de los objetos que han sobrevivido a la vida, a la muerte, a la violación de la memoria del derrocado presidente chileno: una cartera de piel que esconde dos pagarés del Banco del Estado, el carné de membresía del Partido Socialista, un reloj, la banda presidencial, una sola lente (quebrada, ensangrentada) que da testimonio de la ruptura violenta de unas gafas. Al ver esta ‹memorabilia›, resulta inevitable preguntarse si la reducción al mínimo común denominador de las posesiones sirve para transmitir una historia, y más: ¿qué piezas personales entonces trasladarían de forma más eficaz la nuestra? ¿un ordenador usado, una acreditación para un Festival, un encendedor, un viejo DVD? Si la semblanza de Allende y de la destruida democracia chilena, la de cualquier persona en realidad, debe ser contada, la supervivencia de los elementos que nos definieron constituye el único nexo físico real con la vida. El resto es memoria, nostalgia, quizás fabulación. En esta época donde lo virtual extiende cada vez más su silencioso dominio, donde las personalidades pueden ser enviadas al pozo del olvido mediante la supresión de su identidad digital, esa fisicidad de las cosas demuestra su relevancia: el preservado carné nos habla del compromiso político, la banda presidencial del respeto por las instituciones, la lente rota de las gafas de la miopía y de la muerte violenta. Nadie, ni siquiera una dictadura, puede hacer ‹delete› sobre el cristal (quebrado, ensangrentado) de lo que una vez fueron los espejuelos de un hombre.

Si en La batalla de Chile Guzmán nos hablaba de la lucha por el presente, en Salvador Allende lo hace de la guerra por el pasado. Porque sí, los conflictos bélicos no terminan con la rendición o la muerte del enemigo, con la toma de su capital o con la expulsión de su territorio. Justo cuando esto sucede, comienza entonces otro tipo de contienda, más silenciosa, menos sangrienta pero igualmente encarnizada: la lucha por la memoria, por la construcción del relato, por la pervivencia de las personas y las ideas. Olvidar ganar esa batalla puede ocasionar que el recuerdo, persistente, larvado, escondido tras la pintura de un muro o en la letra de una canción que una madre enseña a cantar a su hijo, eclosione como un bosque en primavera. Ganar la batalla de la narrativa deshiela las aguas de la memoria y el torrente surgido arrasa con las artificiosas construcciones posteriores, con los tanques y los cañones, con las galas de los resentidos dictadores. El rostro de Augusto Pinochet en sus últimos años es el mejor testigo, la destrucción del edificio de la dictadura la prueba viviente del fragor de esa corriente de la memoria, de la relevancia de esa guerra por el pasado.

Todo buen dictador es consciente de la importancia de los objetos que dan testimonio del pasado. Se tiende a categorizar (de una forma arrogante a mi parecer) como estúpidos e incultos a los actos rituales contra las piezas que contradicen (bien sea de forma explícita o no) el nuevo discurso a implantar por el caudillo de turno. Bien al contrario, alguien que quema un libro, que entierra un film, que hace desaparecer cualquier objeto personal, es alguien que percibe el poder que se esconde en los mismos y que, al mismo tiempo, los teme, que es consciente que encierran la semilla de su destrucción en la batalla por la memoria. Se convierten en su obsesión, en su anatema. Stalin hacía que se borraran de las fotografías los cuerpos de sus opositores políticos para preservar la pureza ideológica de las mismas, Hitler alentaba a sus ciudadanos a destruir aquellas obras que confrontaban su concepto de germanismo, ¿qué necesidad de hacer algo así tendrían si creyeran que su naturaleza es inane? No, es precisamente la obsesión por la desaparición lo que demuestra el respeto por su relevancia bélica.

En consecuencia, Salvador Allende es la búsqueda por parte de Patricio Guzmán de esos otros objetos físicos, más allá de los puramente personales antes mencionados, que terminan de definir la figura del hombre, del político, del Presidente. Esas piezas que acaban convirtiéndose en arma más potente que los aviones y las bombas y que, como pequeños arroyos formados gracias a un boceto, a una carta, a un carcomido álbum fotográfico, a unos rollos de bobina de celuloide preservados de su mutilación, terminan confluyendo en el poderoso río de la memoria. Nadie mejor que un cineasta para sopesar la importancia de las imágenes incorruptas, de la verdad capturada en los fotogramas. Las guerras del presente pueden perderse frente a las balas, pero las del pasado se ganan con algo tan engañosamente mínimo como el quebrado y ensangrentado espejo de unos viejos lentes que alguien, un día, decidió preservar.

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