Nunca volverá a nevar (Malgorzata Szumowska, Michal Englert)

Todas las casas y las calles de una comunidad residencial suburbana polaca en las afueras de una gran ciudad resultan idénticas a primera vista. Allí es donde Zhenia (Alec Utgoff), un masajista de origen ucraniano —que cuenta con unas habilidades que parecen de naturaleza sobrenatural— comienza a trabajar y a afectar a la vida de sus clientes. En Never Gonna Snow Again (2020) la influencia del codirector y responsable habitual de la fotografía de las películas de Malgorzata Szumowska, Michal Englert, se percibe ya desde los primeros instantes de la que seguramente es su película más refinada estilísticamente en el aspecto formal. El extrañamiento a través del silencio y las miradas del protagonista, junto al peculiar humor de la cineasta, vuelven a envolver el relato de un filme repleto de amargura a través de una colección de personajes a los que conocemos a través de las interacciones con él. El contacto físico y la intimidad que alcanzan en sus sesiones revelan las carencias y los anhelos de unos individuos que disfrutan de una existencia basada en la abundancia. Sin embargo, sus vidas esconden secretos, tristezas y ausencias que explicitan las insatisfacciones y la infelicidad perpetua a la que son condenados en su propia jaula de oro alejada del resto de la sociedad.

Una ama de casa con problemas de alcoholismo, una viuda cuyo hijo se dedica al tráfico de drogas y un hombre profundamente enfermo… La rutina de trabajo de Zhenia, entrando y saliendo de sus vidas por breves periodos, va construyendo a partir de destellos de su cotidianidad una narrativa coral que a partir de la reiteración dibuja el trazo oculto que les une en este vecindario protegido con cámaras de vigilancia. Pero él no es sólo un espectador, sino que su mera presencia afecta a los vecinos con su capacidad de sugestión hipnótica y unos poderes que llevan la narración al realismo mágico. Con sus terapias profundiza en las almas de sus usuarios y nos lleva a unas secuencias oníricas, irreales, que recrean sus miedos, revelan su pasado y quizá anticipan su futuro. Al mismo tiempo el protagonista está marcado por la ausencia de su madre y su hogar de infancia cerca de Chernobyl. Un hecho que conecta temáticamente la cinta con una evocación nostálgica de la descomposición del bloque soviético a través de un personaje que bien podría ser un niño que hubiera crecido en las proximidades de la Zona de Stalker (Andrei Tarkovsky, 1979). También la influencia que actúa a modo de catalizador y de vórtice del desarrollo dramático de los habitantes de la urbanización podría recordar perfectamente al visitante de Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968) encarnado por Terence Stamp, que era testigo allí del colapso de la familia burguesa.

La captura de la fisicidad de la empática y tierna interpretación de Utgoff, así como la composición visual —siempre apoyada en las estructuras urbanas y arquitectónicas dentro y fuera de las casas— logran un tratamiento del espacio extraordinarios enfrentando cuerpos, pero también los espacios públicos y privados, marcando sus fronteras, subrayando las restricciones externas y la libertad que encuentran todos ellos entre las paredes de sus hogares. De nuevo Szumowska perfila una crítica social a través de un microuniverso de personajes en cuyo centro se sitúa un inmigrante que despierta comentarios incómodos e inapropiados. Un personaje que vive en un apartamento en condiciones materiales penosas. Fuera de lugar, fuera de su propio país y hasta fuera de su tiempo se introduce en el sueño consumista y alienante del decorado aséptico y deshumanizador de un suburbio que sintetiza las aspiraciones de la Europa contemporánea autodenominada desarrollada. Un sueño para unos pocos, que les desvincula de los verdaderos problemas que afectan a la mayoría mientras se ven sumidos en un vacío y oscuridad que se vislumbra entre las grietas de las máscaras que utilizan para mantener la ficción colectiva de la seguridad y el bienestar.

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