La quimera (Alice Rohrwacher)

Después de ver la nueva película de Alice Rohrwacher tengo la sensación, aunque de manera diferente, de regresar a la evocación que me produjo la primera vez que vi Pierrot el loco de Jean-Luc Godard. La nueva película de la directora italiana, aunque pueda tener algunas líneas similares, no trata la misma historia, ni mucho menos la narra del mismo modo. No obstante, la impresión que me deja es parecida a la obra maestra del director francés, y por ello me pregunto para mis adentros, ¿por qué motivo tengo esa misma impresión?

La respuesta reside en el hecho de que la película, al igual que la del francés, se sumerge en una imagen absoluta donde el género y sus límites se diluyen en una circularidad crepuscular y naciente. Esta mirada se dirige siempre hacia lo universal como único lenguaje, y Rohrwacher lo trabaja como un interrogante en el que, justamente, a partir de su propia pregunta, se encuentra toda respuesta.

Pero antes de sumergirnos en las palabras, dado que lo que vemos y decimos no siempre comparten la misma naturaleza, busquemos primero conocer la historia. Esta historia, que indudablemente, al menos para este crítico, es lo mejor de este año y quién sabe si de la última década. Porque, recordad estas palabras, Alice Rohrwacher es la nueva isla a la que todo cineasta debe apuntar y, como dijo Manolo Marinero en su día, perseguir.

El escenario de nuestra historia es la campiña de la Toscana, y el punto de partida es el regreso de un exhumador de tumbas etruscas a su pueblo. En esta localidad pequeña y antigua, nuestro protagonista vive precariamente en una chabola junto a sus compañeros, con quienes saquean los féretros de hace miles de años. En su silencio, entre las pinturas de etruscas, pulseras y amuletos, se revela discretamente el aliento de la historia y su misterio religioso.

El protagonista, interpretado por Josh O’Connor, no es el líder del grupo, dado que no hay uno, pero es quien posee el poder de discernir, a través de sus manos, dónde late la presencia de los féretros bajo la tierra, entre los olivares y encinas que pueblan el paraje antiguo y primitivo. Porque, al igual que Lazzaro, protagonista de la anterior película de la directora italiana, este personaje parece también crecer con una bondad inaudita, y de una música interior que solo unos pocos escuchan y que nos recuerda al célebre idiota de la novela de Dostoievski.

Josh O’Connor, aunque pueda recordarnos la figura profética y mística de un santo, también se enamora en la película de una mujer que encarna la nueva feminidad, la que está por venir. Aunque su amor, el que habla desde la verdad, es por una muchacha que ya ha partido. Aquella que se fue tan lejos que a cada paso él la encuentra en lo más hondo de su corazón. Porque no olvidemos esta verdad; quien se ha ido lejos aún permanece en nuestras manos, ante nuestra mirada y bajo nuestro sentir. Tanto o más que aquellos que aún siguen en pie bajo el sol y por la senda de la vida.

La película camina por el verbo de la misma vida, sumergiéndose en lo más profundo hasta abrir la propia carne de la muerte para contemplar, explorar y danzar con la unidad, esa que se despliega desde la totalidad hasta lo más singular. En su desenlace, al igual que los antiguos filósofos, prometen el retorno y el rescate de un hilo que creíamos un día haber perdido. Un hilo diminuto, rojo y que, más allá de las leyes físicas, despliega todos los colores de una promesa. Una promesa susurrada entre aquellos que se aman, en voz baja y, por supuesto, siempre bajo las sábanas.

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