Amulet (Romola Garai)

Hay una tendencia, una ley no escrita por así decirlo, de juzgar con cierta benevolencia las óperas primas de un realizador. ¿Cuántas veces hemos leído aquello de «no es una obra del todo sólida pero sus errores son achacables a ser un debut»? Pues la tentación de hacer lo mismo cuando se afronta Amulet de Romola Garai está ahí. Y no es una cuestión baladí, porque efectivamente estamos ante un film interesante pero con ciertos puntos discutibles. ¿Una cuestión de debut o una intencionalidad que simplemente no funciona?

Garai teje una trama que se podría dividir fácilmente en dos partes bien diferenciadas. Por un lado una construcción cercana al drama de guerra (con sus elementos inquietantes, obviamente) y, por otro, un segundo tramo donde desata un horror físico, visceral y tremendamente efectivo.

Un entramado que se sustenta en una brillante puesta en escena y en una planificación destinada a cocer la angustia de forma lenta e inmersiva, a sumergirnos poco a poco en los traumas de su protagonista. Lo mejor de este segmento es su capacidad para generar incógnitas y desorientación en el buen sentido de la palabra. Garai juega a generar expectativas genéricas y argumentales deslizando su obra por caminos tan divergentes en lo estético (realidad sucia y onirismo) como en el planteamiento de subtextos sociales —el feminismo— que tienen la virtud de no superponerse por encima de la trama principal.

Sin embargo, y aquí radica la duda fundamental al respecto del film, hay una morosidad que no atinamos a adivinar si es producto de no medir correctamente los tiempos del desarrollo o directamente busca alagar esta agonía de la expectación a la par que el trauma sufrido por el protagonista. Sea como fuere, Amulet está siempre demasiado al borde de que su sequedad hipnótica y sus incógnitas suspendidas acaban por agotar la paciencia por su demora en explosionar.

No obstante, de lo que no hay ninguna duda es que su recompensa final es ciertamente gratificante. No tan solo por su viraje indiscutible hacia el género puro, hacia horrores insondables que se mueven entre la visceralidad (literal) de sus imágenes y una cierta idea de fondo que golpea psicológicamente tan fuerte como lo explícito del ‹gore› mostrado. Un desenlace que rompe incluso con el tono de elegancia sucia neogótica para entrar en terrenos de locura Carpenteriana, de pesadilla reverberante de colores, de fisicidad repulsiva y palpable.

Podríamos concluir que, aun estando ante una película irregular, la sensación es que Romola Garai sabe exactamente lo que está haciendo, proponiendo un viaje en el que el cómo, el cuándo y el dónde son pilotados con una mano firme. ¿Que quizás no funcione del todo? Ciertamente es así, pero el pulso de la narración es tan firme que no nos cabe duda que el producto final es el buscado y deseado por la directora. Un ejercicio de paciencia que sabe encontrar no solo un desenlace adecuado para los fans del horror más puro, sino que consigue un despliegue de conceptos y conclusiones finales que la alejan del concepto de viaje gozoso de montaña rusa, dejando un mal cuerpo considerable y alguna imagen para habitar en nuestra mente por bastante tiempo.

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