Aguas tranquilas (Naomi Kawase)

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Decir que los artistas japoneses tienen una sensibilidad especial es algo casi axiomático. El método socrático, aquel conócete a ti mismo, parece calar hondo entre los nipones. Naomi Kawase recupera en Aguas Tranquilas un tema muy del gusto del país del sol naciente tal y como es la madurez. Al más puro estilo de clásicos como Tokio Blues en literatura o Susurros del corazón en el séptimo arte, la realizadora japonesa ha querido dar su particular visión de cómo la realidad descarga sus golpes a diestro y siniestro y forja los caracteres de las jóvenes y moldeables mentes.

Con una cine muy simbolista, amparado en una bellísima fotografía que tiene en el agua su alfa y su omega, Kawase describe la vida de una joven pareja (Nijiro Murakami y Jun Yoshinaga) unos adolescentes que viven en un tranquilo pueblo de pescadores, y que tienen que lidiar con problemas propios de la evolución de las personas. La muerte, el sexo, aclimatarse a cambios que no siempre gustan necesariamente…

Ambos jóvenes, que están empezando una relación amorosa en la primavera de sus vidas, tienen que enfrentarse, en una metáfora de lo que uno tiene que aceptar de sí mismo antes de poder ofrecer nada al resto, a sus propios problemas individuales. En el caso de Murakami, esto implica aceptar la separación de sus padres y la asunción de que el mundo no gira en torno a él a una edad en la que es difícil pensar lo contrario. Por su parte, Yoshinaga, que tiene una vida familiar plena a diferencia de su compañero masculino, tiene que aceptar la ruptura de su familia, trastocada por la agonía de su madre, que vive sus últimos días.

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Con secuencias muy poderosas, como el fallecimiento de la madre mientras a su alrededor los congregados interpretan una tradicional canción, el desangramiento de los animales para su posterior consumo, o, especialmente, la última y memorable secuencia, se puede decir que el film no escatima en detalles escabrosos, en mostrar la dureza de la realidad, para reforzar su extrema sensibilidad.

Los diálogos, cuidados e inteligentes, la mirada de su actriz protagonista y las distintas mareas y efectos de unas aguas que, aunque iguales, son siempre cambiantes, dan una potencia a la cinta que es tan visual como profunda. A cambio, Kawase solo pide un poco de atención al espectador, que tendrá que estar pendiente de cada movimiento de cámara (y, en ocasiones, pueden parecer muy improvisados) y de cada gesto de cada uno de los actores para no perder ni un detalle de todo lo que se nos quiere transmitir.

La contrapartida de hacer una película de este estilo, y con esto no quiero decir profunda, pero si metafórica, es que no está destinada a todos los públicos. Aguas tranquilas está destinada a ser carne de festivales, de pequeñas joyas por descubrir y del boca a boca. Si bien el esfuerzo que requiere su visionado, al nivel de comprender la película, es más trabajoso que en otros films, la recompensa bien merece la pena.

Para quién no quiera sumergirse en el mar que nos propone la cineasta nipona, siempre quedará poder disfrutar de la maravillosa fotografía y de unas interpretaciones que dejan muy buen sabor de boca (Sobre todo por parte de la protagonista femenina; él no resulta tan creíble en su papel de adolescente enfadado con el mundo)

Aguas Tranquilas es una de las pequeñas joyas que nos llega este año. Pero como todas las joyas, su valor depende de quién la tase. Esperemos que no quede oculta y olvidada para la mayoría, porque sería un auténtico desperdicio.

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