Shara (Naomi Kawase)

Celebración

‹Sharasojyu› no parece tener una traducción concreta en japonés, más allá del festival de verano que acaece en un pequeño pueblo nipón allá por los 90, por inventarnos unas coordenadas en el espacio-tiempo que, en realidad, ni nos importan ni nos aclaran. Aunque este sea mi primer acercamiento a la obra de su directora, bastante valorada en según qué círculos alternativos, servidor tiene la sensación de conocer el lugar, de reconocerse en él, pues transpira el espíritu universal que podría formar y desgarrar las venas del cine más puro de aquellas latitudes (Ozu, Mizoguchi, Kurosawa, etc.). Como un animal herido, Naomi Kawase se deja llevar por los ritmos internos que sugiere el respirar, captando intuitivamente la cadencia de los muertos y la ausencia, que, ya desde el principio del relato, nos acompañarán. No hablaremos aquí de “trozos de vida” sin manipular, aunque el acercamiento a aquello que podamos entender por trama o problemática es, o aspira a ser, a la manera del documental, invisible. Lo llamaremos danza, pirueta o arrebato sobre el borde deslizante del vacío. Un paso en falso y se acabó…

Es muy probable que esta crítica, o intento de ordenación de mis sinapsis arbitrarias, no diga nada. De un tiempo a esta parte, cada vez más, olvidé cómo decir. Soy todo balbuceo y, de vez en cuando, me rebelo contra el velo prometeico y alzo el vuelo como un Ícaro miope que cayera desde el cielo chamuscado. Malrimando acepto mi castigo y favorezco que este ciclo de ilusiones y desgarros recomience, ad eternum, hasta el hueso que no es hueso sino lágrima furtiva, renovada, agradecida: «gracias a la vida, que me ha dado tanto». Pero todo esto suena a coda [1] o capitulación y, sin embargo, estamos a mitad de crítica. ¿Dónde estamos, realmente? Sin aviso, la luz y el temblor, la cámara-vampiro recorriendo los parajes de la infancia próxima a romperse, frágil, sin un grito, solo árbol en el viento. Bienvenido. Toma 1.

Me acaba de venir a la mente, sin quererlo, el cine de Abbas Kiarostami, la mirada interrogante de aquel niño que corría, esta vez ajeno al juego, en busca de la casa de su amigo. ¿Seré ese niño o este otro que ha perdido de repente a sus hermanos? Uso el plural porque en mi caso y en mi casa somos varios, pero espero que se entienda lo que digo, o no digo. Lo que callo y lo que exhibo con maneras que son propias de culturas tan distantes: España y Japón, aunque hermanas muy lejanas, no se parecen. Basta observar el tratamiento del dolor y la pérdida, la mudez frente al escándalo; distintas procesiones de la muerte en una misma profesión: sobrevivirse. Recuperar lo que se pueda y hacer tiempo con el tiempo que se marcha y que nos queda. Como hiciera Van Sant en su tetralogía del silencio y el desierto. Respira. Camina.

O pinta un cuadro que conjugue: sonido ambiente: monotonía y tintineo: ¿amenaza o ritual? Elipsis en fantasma, diría Ángel González… y luego flores, indicios de amor entre las flores de un jardín que se resiste a perecer bajo la nube omnipresente. Me repito, para mostrar que en cierto modo existe un hilo conductor, emocional: de la metáfora a la realidad tangible: el hijo vivo pinta un cuadro del hijo muerto; en el pueblo suenan sones de campana funeraria todo el rato; en ese mismo pueblo nacen flores, pero está siempre nublado. ¿Será posible?

Ya convinimos (¿dónde?) que todo es parte de lo mismo, el mismo ciclo repetido desde antiguo. Exiguo batallar contra miserias que nos llegan demasiado pronto, demasiado rápido, demasiado hermosos. Poco hechos. Como a medio. ¿Pero hermosos? Muy hermosos. Con los ojos inocentes y redondos, seas japonés o españolito renegando. Entra en escena la música, por fin, tocada torpemente al piano por una vecina amiga, y tú renaces, no sé, se te remueve algo ya olvidado dentro de ti, algún fulgor arcano y secreto. Todos los fuegos, el fuego. Y el signo, siempre el signo que se invoca sin ayuda de los labios. De lo que no se puede hablar, hay que callar la boca… Sé que exagero, la catarsis no es esta todavía. Viene en forma de lluvia (bendita lluvia, no podía ser de otra manera [2]) y nunca fue filmada: ¡es la puta eternidad!

Ahí los tenemos, felices. Sin razón aparente. Bailando. Tras largas secuencias de pasillos, recovecos, planos de animales ignorantes y trayectos sin propósito que esconden una incapacidad tan arraigada como humana, la de superar la indiferencia y la incertidumbre ante el destino; la de apostar cualquier moneda ante el azar siendo un autómata, Un hombre que duerme (1967 + 1974). Ante eso, digo, una mujer. Varias mujeres que se alían para obrar, entre todas, el milagro de alumbrar la nueva vida entre las ruinas mientras, educada, reverente, la cámara se aleja poco a poco haciendo magia sin varita ni artificio más allá del canto inextinguible que recorre el universo. Toma 1. A vista de pájaro, lo pequeño y cotidiano se hace grande y habla alto y, entonces, con los ojos empapados y las llagas muy candentes, confesamos:

Yo creo. Yo celebro [3]. Soy abrazo.

[1] Ahora sí, coda: «Events unfold so unpredictably, so unfairly. Human happiness does not seem to have been included in the design of creation. It is only we, with our capacity to love, that give meaning to the indifferent universe. And yet, most human beings seem to have the ability to keep trying, and even to find joy, from simple things, like their family, their work, and from the hope that future generations might understand more(Delitos y faltas, 1989)

[2] Como en el Stalker de Tarkovsky (1979).

[3] Ver Rilke («¿Qué haces, poeta? Yo celebro.») o Whitman («Yo me celebro y me canto.»).

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