The We and The I (Michel Gondry)

Hijo del videoclip, la carrera de Gondry ha ido fluctuando entre la ficción de cauces más fantasiosos e imaginativos y el documental quizá más vinculado a su era. Aquel documental que, por decirlo de algún modo, nos acerca a una pieza cotidiana de la realidad que podemos sentir más afín por el hecho de que nos atañe o de que perfectamente podríamos estar sumidos en ella. Ese marco bien podría ser uno de los gérmenes de esta The We and The I, que si bien no se acoge al formato documental sí realiza un aproximamiento que nos puede llevar a entretejer relaciones con un género de cuyo aspecto formal se desprende el galo para dotar de mayor solidez a sus recovecos dramáticos y apuntalar así las bases de una propuesta que con un único emplazamiento y los precisos ‹flasbhack› nos lleva de la mano de un grupo de adolescentes en algo que bien se podría calificar de ‹road movie›, en especial atendiendo a sus últimos compases.

Pese a alejarse del formato documental en apariencia, Gondry logra dotar de una autenticidad y espontaneidad a su propuesta, evitando así la merma de unas cualidades quizá mas difíciles de obtener trabajando en el terreno de la ficción, pero que en The We and The I se encuentran impresas en su carta de ruta gracias en especial a un grupo de intérpretes muy metidos en sus papeles, un libreto que sabe imprimir una amplia gama de grises en pantalla y una progresión verdaderamente interesante.

Escindida en episodios y tratada a modo coral, nos acerca a una serie de estereotipos que no obstante no resultan molestos, más bien al contrario, pues Gondry se las ingenia para lograr una extraña empatía ante esa irracional conducta y ese estúpido proceder tan característico de una generación cada vez más desapegada de sus mayores (la aparición de esa abuelita, el último diálogo entre Michael y un compañero) y más desapacible con los seres que le rodean.

Lo realmente curioso y fascinante es que se nos emplace en un barrio como el Bronx, llevando de ese modo la extrema conducta de esos muchachos, y a su vez el autor de La ciencia del sueño no abandone algunas de las características de su cine que, lejos de distraer el relato, lo apuntalan. Así, extractos como ese video grabado gracias a un móvil —las nuevas tecnologías, siempre imperantes— o incluso algún pequeño fragmento donde da rienda suelta a uno de sus particulares vicios, el ‹stop motion›, no hacen más que alimentar un universo que se nutre de esos elementos para hacer funcionar los engranajes de un film que se siente tan espontáneo como las conductas de cualquiera de esos personajes.

De ese modo, tanto el drama como la comedia son piezas limítrofes en ese autobús en el que circulan caracteres tan dispares como obvios. Lo mejor de todo es que uno ni siquiera percibe la maniobra cuando el tono se dirige hacía una mayor distensión o busca con urgencia terrenos donde el drama funcione, poniendo en ese retrato coral una amplia paleta de colores que nos permiten inmiscuirnos en un mundo inmerso en notas que nos llevan desde los matices más graves hasta los más agudos sin apenas obtener una certeza o percepción acerca de ello.

El relato compuesto en The We and The I funciona casi como espejo de una generación sin necesidad de arrojar juicios morales, siendo más bien una ventana por la que asomarse y a través de la cual compartir vivencias, que la emisión de una sentencia que ni siquiera queda en manos del espectador, donde este podrá llegar a grados de empatía mayores o menores con los habitantes de ese autobús, pero quizá el prisma de Gondry nos aleje en un mayor grado de emitir un veredicto.

Es pues, desde esa perspectiva, una obra que apela al rincón más humano del público y a unos sentimientos que son más difíciles de desentrañar de lo que en The We and The I parece. Probablemente, ese sea el principal motivo de que su conclusión no resulte tan efectiva como se desearía, pues ese pequeño truco final del guión es, además de inefectivo, totalmente discordante con lo propuesto con anterioridad. A resumidas cuentas, se podría decir que Gondry deja atrás un audaz planteamiento para transformar una de esas pequeñas admirables propuestas en un interesante ejercicio que, como mínimo, nos devuelve la esperanza de encontrar al Gondry de antaño a la vuelta de la esquina.

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