Walter Hill, una de las figuras clave del cine de acción moderno, regresa al género tras un parón cinematográfico (y sólo cinematográfico: en la pequeña pantalla estrenó con éxito la miniserie Broken Trail) de más de diez años. Lo hace apoyado por el recientemente resucitado Sylvester Stallone, que desde su Rocky Balboa parece vivir una segunda juventud. No he visto aún Una bala en la cabeza (ya en sus carteleras, señores), pero aparentemente tiene más que ver con sus ‹buddy movies› ochenteras (Límite: 48 horas, Danko: calor rojo) que con sus primerizas y ya magistrales películas. En ellas, Hill ya reflexionaba sobre una de las constantes de su filmografía: la violencia.
Si en El luchador ésta se integraba con naturalidad en una historia de supervivencia y dignidad que bien pudiera haber firmado Sam Peckinpah, en sus posteriores Driver y (muy particularmente) The Warriors, la violencia se abordaba desde una perspectiva más teórica, siendo, más que un tema en sí mismo, un pretexto para experimentar con las posibilidades expresivas del medio y las mutaciones formales del cine de acción. Si en Driver primaba la ética (y la estética, que en este caso venían a ser prácticamente lo mismo) “melvilliana”, trasladando a los USA el arquetipo del héroe solitario que inmortalizó Delon en El silencio de un hombre y adoptando un similar planteamiento formal y narrativo (de puesta en escena gélidamente precisa), en The Warriors la depuración estética se había acercado peligrosamente a la abstracción, envasando al vacío una trama y unos personajes que se movían por esas calles nocturnas y desoladas como piezas sobre un tablero. El nihilismo de la propuesta se congelaba ante la propia frialdad de su ejecución.
Tras haberse confirmado como avezado renovador del cine estadounidense de su época, y tras posar su mirada sobre un género esencialmente violento como es el western (al que volverá en cintas posteriores como Wild Bill, Geronimo, la citada Broken Trail o incluso El último hombre) en Forajidos de leyenda, nuestro hombre filmará la que sin duda es una de sus obras mayores: La presa. Ahora la violencia, que es más que nunca el motor de la película, no actuará como complemento de una mirada social crítica y desencantada (caso de El luchador), ni como campo de experimentación expresiva tal como sucedía en Driver o The Warriors, sino que constituirá el centro de gravedad de una narración que se abismará en la zona más sombría e ignota del alma humana precisamente empujada por el ejercicio arbitrario, irracional, de la violencia.
Cuando en 1972 John Boorman estrenó Deliverance, muchos fueron los que detectaron en ella una metáfora incómoda sobre la guerra del Vietnam: el enfrentamiento de esos despreocupados urbanitas enfrentados sin comerlo ni beberlo a los ataques de un reducido grupo de violentos pueblerinos parecía escenificar el shock experimentado por los soldados estadounidenses cuando, inmersos en plena contienda bélica, tuvieron que lidiar con las tácticas de guerrilla de un ejército vietnamita sorprendentemente eficaz y sanguinario. Aquello no era un paseo, era el infierno. La cinta de Boorman es tan rica que, afortunadamente, admite interpretaciones mucho más abiertas (desde un envenenado alegato ecologista a una reflexión sobre la culpa y la naturaleza primitiva del individuo, pasando por el relato de horror en clave ‹redneck› o el retrato de la descomposición moral del grupo en una situación límite). La de Hill, también.
Descendiente más o menos directa de Deliverance, La presa parte de un planteamiento similar (un grupo de la Guardia Nacional debe hacer frente, por culpa de una muerte fortuita, a un conjunto de violentos cajuns) y lo esencializa incluso más que Boorman, haciendo que lo que pierde en complejidad lo gane a sí mismo en profundidad. Sin dejar de considerarse una ‹survival movie› llena de acción y testosterona (hablamos de Walter Hill), la cinta poco a poco se deja contaminar por el clima ominoso que los pantanos de Louisiana, siempre tan enigmáticos y misteriosos, ayudan a realzar, dando a la película una pátina casi fantástica, que bordea con el horror cuando las acometidas de los cajuns empiezan a mermar gravemente al grupo a través de tácticas de guerrilla (de nuevo los ecos del Vietnam) de brutalidad y eficacia inapelables.
El estilo de Hill es tan preciso como era habitual en él en aquella época, pero se ha suprimido la frialdad de la ecuación. En su lugar hay una tensión magnética y un ritmo que avanza y se afianza a golpe de violencia, haciendo del escenario de Louisiana un pequeño infierno en la tierra, neblinoso, fantasmagórico y temible, habitado por asesinos que acechan entre las sombras y cuya obcecación en la caza y el asesinato de los protagonistas excede el propósito inicial de la venganza para entrar de lleno en un sadismo que incomoda precisamente porque no responde a ninguna excusa racional o justificable. La presa es un relato de bestias. Lo son los cajuns y lo serán los protagonistas que, en su afán de supervivencia, deberán rebajarse a un estado de barbarie para sobrevivir, alimentando ese oscuro y reprimido atavismo humano consistente en la fascinación por la crueldad y el dolor ajenos. Dependiendo del contexto, viene a decir, todo hombre es un lobo para el hombre, y no hay talante civilizado que valga una vez han zarandeado a ese animal peligroso que alienta en nuestro pecho.
Walter Hill, valientemente, decide conducir su narración hacia un final carente de respuestas fáciles pero rico en preguntas incómodas, sin moralejas ni redenciones forzadas; tras la pesadilla, sólo queda el eco del miedo. Todo ello, además, sin perder de vista cierta mala leche (presente ya desde su mismo título original: Southern Comfort) ni la sensación de estar facturando no sólo un ejemplar y vibrante thriller de acción y supervivencia, sino también un relato de perturbadora violencia que, en su enfrentamiento entre unos individuos cualquiera (nosotros mismos) y lo desconocido (esos cajuns que son casi sombras en una batalla), linda con esa parcela del gótico americano que retrata el contraste entre el presente y el pasado, entre la ciudad y lo rural, entre la racionalidad de nuestro pensamiento civilizado y una violencia ancestral, inherente al individuo, que se desata metafóricamente en esos parajes de naturaleza salvaje siempre ligados a la condición primitiva del ser humano.