Self-Criticism of a Bourgeois Dog (Julian Radlmaier)

Es imposible cambiar algo que ya ni siquiera se entiende muy bien cómo funciona. El personaje que el propio director de Self-criticism of a Bourgeois Dog (Julian Radlmaier, 2017) se reserva para si mismo es transformado en un galgo por su falta de fe en la posibilidad de una revolución que pueda sustituir el sistema económico actual por uno más justo. La utopía comunista se pone a prueba aquí en relación a sus vías de implementación reales —y repletas de imperfecciones— en una sátira finamente elaborada cuyo centro es un joven cineasta que encubre un trabajo manual sin futuro como investigación para una película que no existe. Una plantación de manzanos es el principal escenario en el que se representa la alienación del proletariado y la lucha de clases a partir de trabajadores de distintas nacionalidades, cuyas idiosincrasias sirven para construir una narrativa con diálogos rebosantes de humor seco que son expulsados como dogmas ideológicos que chocan frontalmente entre si y con la opresiva realidad que les rodea.

La autocrítica no se limita sólo al título o a su protagonista y el guiño metatextual surgido de su relato, en el que sus aventuras se convierten finalmente en la película que vemos, profundiza en su cómica premisa desde dos ideas: el capitalismo se ha vuelto tan complejo que es imposible recrearlo desde el arte —asumiendo que la metáfora del funcionamiento del mercado global implícita en la obra carece de sentido— y la resignación a apuntar sus fallos sin aportar soluciones ni comprometerse únicamente sirve para reforzar de forma condescendiente la fantasía de supervivencia de los privilegiados cuando consumen productos culturales de cualquier tipo. Radlmaier se mira a si mismo y a los movimientos populares de protesta surgidos a partir de la crisis financiera del 2008 para denunciar la hipocresía y el cinismo de la generación ‹millennial› a la que pertenece y la sociedad en su conjunto cuando toca luchar y sacrificarse por un mundo más justo, además de la responsabilidad del arte como imprescindible motor de cambio.

La caracterización de Julian como un maquiavélico director de cine de origen burgués que cuestiona cada paso de la revolución por miedo a las consecuencias —aunque la apoye para sus fines personales— y el desarrollo de la historia evocan al cine explícitamente político y crítico de Jean-Luc Godard de finales de los años sesenta y a su misma persona de forma irónica. Especialmente Week End (1967) y de manera paródica La Chinoise (1967), resultan inmediatas las referencias tanto en el tratamiento directo del discurso a través de las rápidas, serias y obviamente impostadas conversaciones de sus actores como en la posición externa de alguien que pretende participar de los triunfos sin responsabilizarse y menospreciar sus logros deslegitimando los medios elegidos para obtenerlos.

Desde un brillante aprovechamiento de los espacios y la composición patente ya en una de las primeras escenas que tiene lugar en un museo, todas estas capas narrativas, temáticas y discursivas se trasladan también a la imagen en su fotografía de relación de aspecto 1,37:1 en la que está siempre presente la profundidad de campo como elemento fundamental de su planteamiento visual. Un planteamiento visual que busca constantemente potenciar lo humorístico con la perspectiva distante de una cámara que se mantiene impasible respecto a la acción y los individuos a quienes escudriña incisivamente mientras juzga con la mirada. Algo que le ayuda a crear planos repletos de multitud de pequeños detalles que configuran minuciosamente su enérgico universo con la intención de generar un juego constante con el espectador, al que pretende desafiar cualquiera de sus lógicas expectativas. Incluso la necesidad de una película que cuestiona su naturaleza y valor —y a su propio responsable— como parte de sus conclusiones.

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