Yōjirō Takita… a examen

Si bien el mayor logro de Yōjirō Takita fue conseguir el Oscar en 2008 por Despedidas frente a títulos como Vals con BashirLa clase, años antes de aquello, y acompañando el resurgir internacional del ‹chambara› —junto a títulos como el Zatoichi de Kitano con su particular visión del género, o El ocaso del samurái de Yôji Yamada, primera parte de una trilogía que pondrá definitiva y tardíamente al nipón en el panorama—, el cineasta japonés se consagraba también con el título de mayor recorrido tras una longeva carrera, que incluso llegaría a tener su premiere europea en el Festival de Cannes. La espada del samurái lograría, no obstante, obtener una repercusión mayor de la que otorga en ocasiones el certamen celebrado en la Costa Azul, llegando a no pocos países gracias, en parte, al renacer de un cine que llevaba muchos años en el ocaso tras su era dorada.

Pero lejos de lo que pudiera parecer, el acercamiento realizado por Takita en La espada del samurái va más allá del universo de códigos y honor que siempre ha precedido al cine de samuráis. Y es que si bien ha habido ejercicios que han trazado una línea continuista con los motivos habituales del género —como, por ejemplo, la citada trilogía de Yamada—, y aunque el film que nos ocupa no deje de tener una fuerte conexión con su vertiente más clásica —en, por ejemplo, el habitual manejo narrativo a través de una herramienta como el ‹flashback›—, nos hallamos ante un trabajo que en cierto modo trabaja en clave desmitificadora; y no tanto en torno a la mirada hacia unas costumbres y un sustento ya conocido por todos, sino más bien en el contraste generado entre sus personajes centrales: por un lado, Kanichiro Yoshimura, un samurái de origen humilde que se encontrará, cuando decida abandonar su clan, ante un mundo cuya perspectiva no se ajusta a la suya; y por el otro, Hajime Saitô, un samurái acostumbrado a las normas habituales que imperaban en las distintas facciones, y del mismo modo a un estilo de vida alejado de la pobreza y la precariedad experimentadas por su singular homólogo. Es, de hecho, una de las primeras secuencias entre ambos, ese (des)encuentro bajo la lluvia, el que marcará las vicisitudes de una relación que parece definir a la perfección la discordancia entre ambos universos.

Así, y marcando en su arranque —una escena que parece alejada de cualquier periodo relacionado con el influjo de la figura del samurái— un tono que derivará entre lo crepuscular y el extraño dramatismo —las veces transformado en una melancolía bien entendida— suspendido desde el particular intimismo de que dota Takita a las relaciones de sus dos protagónicos, La espada del samurái se moverá entre ‹flashbacks› prestos a narrar un relato (y retrato) sólido, sin adornos —aunque sus más de 120 min. de duración pudiera parecer que indican lo contrario—, así como establecer un reflejo a través de las coyunturas de sus distintos personajes; un recurso, el narrativo, que no siempre encontrará su traslación idónea en pantalla, aunque sí logre dotar de una cierta complejidad a sus distintas interpretaciones.

De su (en ocasiones) audaz aparato narrativo, nos encontramos también ante un formalismo tan convincente y sólido como su crónica: no sólo asistimos a lo que se presume como una veraz representación de una era cruenta, en especial por las contingencias que derivaron de aquellos últimos días del samurái, además encontramos el equilibrio perfecto entre unas escenas de acción rodadas con nervio y envite —a la par que secundadas por un acertadísima partitura del maestro Joe Hisaishi—, y una parte dramática sin excesos, que sabe emplear lo simbólico y visual con la fuerza necesaria, sin sobrepasar ese peligroso linde dibujado entre lo emocional y lo sensiblero. En ese sentido, su último acto hace gala de una acertada perspectiva capaz de abordar distintos frentes y presentar varias situaciones rebosantes de dramatismo, sin caer en el común error de querer lograr mediante el montaje y el acompañamiento musical aquello que de por sí no existía; y es que si bien es cierto que La espada del samurái no realiza concesiones, tanto su certero sentido narrativo como la propensión a optar por la sugestión cuando el relato lo estima, hacen del ejercicio de Takita un tan notable como bello testimonio que, cuanto menos, advierte de un talento del que siempre nos quedará una de las mejores muestras del ‹chambara› reciente.

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