Valeria Bruni Tedeschi… a examen

En su compacta filmografía, Valeria Bruni Tedeschi parece haber encontrado ya desde el principio una consistencia abrumadora en el aspecto formal, discursivo y temático. La colaboración habitual con Noémie Lvovsky y Agnès de Sacy en el guión junto a la presencia reiterada de un puñado de actores y actrices parece modelar su obra de forma natural a partir de su mirada. Su autoconsciencia como actriz y creadora añade además una capa metanarrativa a sus films en los que parece proyectarse mediante una visión inherentemente tragicómica, rodeada de personas vinculadas a su trayectoria dentro y fuera del cine —destacando especialmente las presencias de su madre Marisa Borini y su expareja Louis Garrel—. Sistemáticamente aborda con incisivo interés la relación del arte con la vida a través de las crisis existenciales de sus protagonistas, así como los fundamentos de los vínculos familiares, la esencia del amor y las consecuencias del paso del tiempo y el envejecimiento, incluyendo la muerte y cómo afrontar la pérdida de nuestros seres queridos. Todo ello envuelto en una percepción onírica de la realidad en la que fantasías, sueños y espectros caminan junto a nosotros acompañando nuestros anhelos, frustraciones y silencios cotidianos.

En Actrices (2007) se encuentra fácilmente todo lo descrito anteriormente, sublimando la relación de la vida de la protagonista —una actriz interpretada por la misma Bruni Tedeschi— con la obra de teatro de Iván Turguénev (Un mes en el campo) que pretende montar un intenso director encarnado por Mathieu Amalric. Ella es una mujer de cuarenta años sin pareja ni hijos que mira atrás a su pasado y sólo encuentra nostalgia por los que ya no están en su vida y las oportunidades perdidas. A través de los ensayos vemos una descomposición de su identidad en crisis y cómo usa elementos de su propia vida para construir a Natalia Petrovna. El montaje de esos momentos fragmenta el espacio de la escena mientras sufre las agresiones verbales y los arranques del director, obsesionado con hacer llegar al público su visión de la obra. En el reconocimiento y proyección mutua con una antigua compañera actriz (Nathalie), que tiene todo lo que echa de menos, se encierra el conflicto central de la cinta. Uno que explora la insatisfacción crónica de estas mujeres, que han sacrificado por distintos motivos los aspectos que creen podrían darles esa felicidad que se les ha escapado por el camino, mientras vivían la vida de otros, ya sea la de su familia o la de los personajes de ficción que recrea Marcelline en su exitosa carrera profesional.

Una y otra vez se le acusa a Marcelline de que no pueda ver más allá de sus propias necesidades, que no capta lo que ocurre a su alrededor. Pero ¿cómo va a ser consciente del estado de los demás, cómo va a entablar relaciones significativas, si ella misma es incapaz de reconocer sus propios sentimientos y quién es? La representación teatral es el único momento en que se reconoce con seguridad, interpretando a otra. Es sobre el escenario donde encuentra sentido a su vida y experimenta una autenticidad emocional desconocida para ella. La búsqueda desesperada del amor, de algo que dé sentido a sus días, se contrapone al que provee el desarrollo dramático de la obra y la dirección de un hombre-autor-demiurgo que no evita tampoco su insatisfacción. Unas contradicciones que acaban por destruir el mismo tejido de su sentido de la realidad y de sí misma. La aparición de un viejo amante o su padre muertos, los sueños que se mezclan con sus deseos y hasta la materialización del personaje que interpreta —a través de Valeria Golino— sirven para destruir la coherencia de su mundo y cuestionar su incapacidad para cumplir unas expectativas que tampoco son las suyas. La función y la farsa terminan cuando nos negamos a seguir el guión de los demás y buscamos uno propio.

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