La casa de verano (Valeria Bruni Tedeschi)

Como cada año, Anna planea pasar las vacaciones de verano junto con familia y amigos en una casa solariega de la Costa Azul francesa. La ruptura de última hora con su marido y su difícil situación sacando adelante una nueva película convergen en un escenario dionisíaco con amplios jardines, vistas panorámicas del mar que cubren todo el horizonte y los diferentes conflictos irresueltos de los que allí acaban por inercia cada año. Valeria Bruni Tedeschi plantea en La casa de verano un ejercicio desvergonzadamente autoconsciente sobre la vida burguesa tan alejada —y al mismo tiempo tan próxima— a los verdaderos problemas que acucian a la gente corriente con la que, por ejemplo, cuentan como miembros del servicio para limpiar, cocinar y mantener las lujosas instalaciones en perfecto estado sin que ellos tengan que mover un dedo. Pero son también los propios personajes los que aquí aparecen con un sentido propio de su posición en el mundo que les sirve para reivindicarse frente a los demás sea cual sea su clase y condición. Lo metatextual no sólo conecta entre el alter ego de la directora que encarna en el relato, sino también en la aproximación que realiza al proceso catártico de superar la muerte de su hermano su personaje con la ficción cinematográfica como proyección del duelo y el sufrimiento.

Esta relación entre realidad y ficción está presente a distintos niveles, exponiendo las propias querencias de la directora por utilizar lo fílmico como creación vinculada irremediablemente a su persona y su familia —su hija Celine Garrel y su madre Marisa Borini fornan parte del amplio reparto—. Pero también en cómo se crean narrativas individuales y compartidas sobre sus vivencias y problemas del pasado. Unas narrativas que todos reconocen como falsas, sesgadas o con una intencionalidad concreta pero que por regla general no denuncian a su interlocutor para mantener cierto estado de paz pactada. Si bien el personaje de Bruni Tedeschi es quien sirve de guía para conocer al resto, pronto la narración se expande y comienza a ser más evidente una estructura coral creada a partir de definir pequeños eventos costumbristas retratados a modo impresionista. Dando así personalidad concreta a todos ellos, abriendo para el espectador una multiplicidad casi inmanejable de tramas configuradas a base de secretos, silencios, frustraciones, envidias y deseos incumplidos. Todo salpicado por la aparición de un realismo mágico que se integra a la perfección en este estado casi onírico en el que los individuos de la casa pasan los días comiendo, bebiendo, bañándose o realizando afilados comentarios.

Este estudio de las formas y costumbres burguesas y su relación con los trabajadores de la casa se da mientras somos testigos de cómo se enfrentan al dolor y el patetismo de la existencia. Entre la farsa y la tragedia nada importa, nada es grave como para cambiar la rutina o el tiempo de ocio. El cierre de una fábrica y el despido de cientos de empleados, la presunta desaparición o ahogo de uno de ellos o la infidelidad de un marido con una modelo de lencería de veinte años… Entre la distancia irónica y el manejo de la escena como un gran teatro de comedia, la cámara presenta con mordacidad a sus personajes pero sin ser hiriente, llegando a un cierto punto de admiración por puro asombro ante la adaptabilidad y supervivencia que demuestran sea cual sea la circunstancia. Pero también señalando inquisitivamente ese artificio coreografiado en el que todos participan y con el que acaban siempre juntos a pesar de todo. Pero esa rigurosidad estilística al capturar sus conversaciones no excluye su habilidad para integrar incisos de extrema ambigüedad visual en los que permite jugar con la idea de lo sobrenatural contextualizado en un entorno —tanto interno como externo a la casa— que por ejemplo permite registrar los bailes y canturreos de Valeria Golino flotando descalza como una ninfa, como un ente de otro tiempo y otra sustancia que, como todos ellos, no responde a las reglas del resto del mundo.

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