Un nuevo mundo (Stéphane Brizé)

«Todo es precariedad. La vida, la salud, el amor y el trabajo»

Tal afirmación, puesta en boca de un alto cargo de la empresa donde trabaja el protagonista del nuevo largometraje de Stéphane Brizé, bien podría ser comprendida como una simple bravata, un motivo con el que llenarse la boca cuyo único cometido es el de intentar que Philippe Lemesle, el personaje central interpretado por Vincent Lindon, cumpla con los objetivos que desde la dirección de la empresa han marcado con el presunto objetivo de dotar de viabilidad a la misma. No obstante, aquello que se entendería, dado el contexto, como el modo de suscitar una reacción, de deslizar un discurso que case con tales objetivos, encuentra un amargo reflejo en la mismísima figura de Lemesle: la tensión y exigencia de su propio trabajo conlleva, en efecto, una precarización global de aquello que supone, más allá de toda rutina establecida, su vida. Así, desde una relación sentimental que se ha degradado con el paso del tiempo hasta devenir en ruptura, a un ritmo (laboral) en el que no parece haber espacio personal y la consecuente lejanía para con sus seres más queridos, apuntan a una vicisitud que, tristemente, podría quedar descrita por las palabras de su superior.

Lejos de su anterior trabajo, aquella En guerre que seguía los esfuerzos de un sindicato para evitar el cierre de una fábrica, Brizé parece dotar al título del film (si nos referimos al Un autre monde original) de un doble sentido: en primer lugar, puesto que si bien su línea discursiva continúa dejando implícita esa humanidad y esa lucha imposible contra los intereses de las grandes empresas y los poderes que las dominan, en Un nuevo mundo expone precisamente el reverso de esa clase obrera fielmente retratada a lo largo de su obra; y por otro lado, puesto que, sin desplazar el omnipresente entorno laboral —que tanto describe como marca a sus personajes—, encontramos un acercamiento más tangible y equilibrado si cabe, entendiendo esas relaciones afectivas para las que no parece haber tiempo como parte definitiva para comprender las motivaciones de un individuo cuya responsabilidad el cineasta francés no pretende exonerar en ningún momento, pero sí transitar hacia una reacción quizá no tan verosímil como sí consecuente en relación al sino de los personajes de su obra.

Un nuevo mundo se podría describir desde esa perspectiva como la eclosión definitiva de un cine que ha demostrado ir más allá de la militancia, pues no queda atisbo de duda ante el compromiso de su cineasta con esos individuos que no parecen dispuestos a ponderar los intangibles de un universo ante cuya presencia sólo parece haber una respuesta posible: la perseverancia; una modulación que permite a Brizé, al fin y al cabo, operar en torno a un lenguaje no tan adherido al del cine social por antonomasia, logrando de ese modo un carácter más íntimo y emocional para las vertientes dramáticas de un film donde la importancia no reside solamente en los derechos de los individuos, también en unos sentimientos que, derivados o no de la situación vivida debido a su relación laboral, siempre encuentran un reflejo en pantalla con el tacto suficiente como para que no sean meros instrumentos de la puesta en escena de un simple alegato, por poderoso que pueda resultar. Es ahí donde radica el pequeño triunfo de un cineasta que nunca ha dejado de tener clara su vocación, pues al fin y al cabo ese mundo laboral que retrata el autor de La ley del mercado es, en efecto, un condicionante, pero al mismo tiempo una pieza más dentro del periplo que, en no pocas ocasiones, cada uno decide cómo vivir.

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