To The North (Mihai Mincan)

No es nada nuevo: el mismo ser humano puede encarnar el bien y el mal (entendidos estos extremos en un sentido maniqueo); la oscuridad y la luz; la bondad y el sadismo más perverso. Una guerra que todos y cada uno de nosotros llevamos a cabo con más o menos acierto. Mihai Mincan nos embarca en un thriller de esos que encogen y sobrecogen. A bordo de un transatlántico mercante, Dumitru, un joven de origen rumano, deberá esconderse de los taiwaneses que gobiernan la nave y soportar el tiempo suficiente para llegar a la tierra prometida (que no es otra que los Estados Unidos de América). Joel, marinero filipino, lo descubre, y es entonces cuando entablan una relación paterno-filial y el segundo cuidará al primero. No correrá la misma suerte el compañero del protagonista, que ha sido descubierto poco antes y luego asesinado. Ya desde el arranque se masca la tensión y la atmósfera, brillantemente recreada con la fotografía (conservadora pero eficiente) de George Chiper y la música sintética y pesada de Marius Leftarache. La cinta nos encierra durante unas horas en un infierno laberíntico formado por pasillos estrechos y corredores entre torres y pilares de contenedores, que se alzan hacia el cielo. La claustrofobia está servida. La cámara de se mueve con elegancia y destreza pese al oleaje fogoso del océano.

La primera secuencia de To the North invita a recordar la trágica y reciente Mediterráneo (Marcel Barrena, 2021): sumergidos, nos compadecemos de Dumitru a la vez que rezamos junto al tripulante Joel que, compinchado con algún colaborador no muy convencido, intentará aguantar, durante cuatro angustiosos días, el vaivén del buque. También podemos recordar a lo que hizo el ya fallecido Agustí Villaronga en su última película, El vientre del mar, donde se nos planteaba un drama acuático y que desafiaba al espectador metiéndolo en la piel del inmigrante que ha de arriesgar su vida por la promesa de un futuro más digno.

Y hablando de dignidad, en To the North la religión y la fe tienen un peso importante: el protagonista polizonte guarda una Biblia como un tesoro. Cree que la va a salvar (no sabemos si de veras está convencido espiritualmente de ello o simplemente se recuesta, desesperado, sobre lo primero que pilla). Hay algo realmente conmovedor y atroz en las muecas de los protagonistas. Los planos se encuadran en lo cercano, se aproximan sin temor tanto a verdugos como a las víctimas. Sanguinaria y nerviosa, la cámara somatiza el óxido color muerte y ese odio instintivo del cazador para ilustrar con crudeza el miedo del perseguido. Parece que el foco, previsor, quiera inmortalizar esas caras, esas miradas, esas sonrisas interrumpidas y frustradas, esos gestos de humanidad. Irrumpe una escena de sobremesa (encuadre fijado a media altura, sentando a los espectadores con los comensales) que nos recuerda a la fatídica As bestas. De nuevo, una hipertensión que nos congela y nos mantiene en vilo. Mincan logra mantenernos conectados a su trama. Nos convierte en los confidentes de su carguero. También en cómplices del intento de salvación. Uno de los oficiales profiere: «Nunca hablamos del mar». Nos advierte, también a nosotros, que lo que pasa en medio de la inmensidad, en esa suerte de no lugar, donde el tiempo parece paralizarse, no hay normas. Y si no fuera por las muestras de piedad de Joel hacia el muchacho, estaríamos hablando de una barbarie. Por eso es importante, por ejemplo, que la humanidad empiece justo cuando ellos dos se presentan y se intercambian los nombres. Parecería una pequeña muestra de formalidad cotidiana, pero es mucho más que eso: es el principio de la humanización; la fundación de una pequeña civilización entre los dos protagonistas.

Augura el director, quizás, un final tremebundo. El único posible, manifestado en una secuencia última espectacular, cuidada y epopéyica. Porque pese a que esto es ficción, también es denuncia. El cine ha de servir para impactarnos mediante historias bien explicadas, aunque el peso a pagar sea la ansiedad y el desconsuelo. El cine ha de servir para empaparnos y helarnos. Para cuestionar y amotinarse, si cabe, como Joel: a través de un motín que salve vidas. Así, Mincan parece que quiera recordarnos que esto no es un juego, sino una historia que por mucho que sea contada no hemos de normalizar. Una fábula oscura, cruel y fría, pero que permita entrever una solidaridad instintiva, una dignidad reveladora, una humanidad categórica, una bondad intrínseca y, por suerte, inevitable e irrenunciable.

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