Takashi Miike… a examen

Takashi Miike es el cineasta todoterreno por excelencia de la cinematografía asiática. Una filmografía que supera los 80 títulos y una productividad que no suele bajar de las 5 películas por año, avalan la trayectoria de uno de los directores más prolíficos, arriesgados, personales y oscuros que uno puede encontrarse hoy en día. Enfrentarse a una de sus películas es toda una experiencia para el espectador, donde lo explícito, lo surrealista, lo extremo y lo bizarro nunca faltan, valores que se apoyan en una factura personalísima que casi siempre justifican la potencia de sus imágenes. Y ahí radica parte del encanto de su cine, además del admirable mimetismo con el que imprime sus filias en cada uno de los géneros que el director afronta.

Pero dentro de la extensa obra del nipón hagamos una parada en su peculiar revisión del clásico del maestro Kinji Fukasaku, Graveyard of Honor, que Miike rodaría basándose también en la novela de Goro Fujita en el año 2001. La película llegaba poco después de que Takashi se diese a conocer para el gran público con la perturbadora Audition, aquella estremecedora e inclasificable historia que revolvió el estómago a más de uno. El film que nos ocupa, rebautizada en nuestro país como Cementerio Yakuza, narra el ascenso y caída de un solitario hombre llamado Rikuo Ishimatsu, quien casi por accidente logra formar parte del entramado de una organización criminal de Tokyo pero que dominado por la situación entrará en una espiral de violencia que lo hará enfrentarse con los altos grados del mundo del hampa de la ciudad. La película, como ya lo hacía la original de Fukasaku, nos permite entrar en una visión casi “voyeuristica” de las agrupaciones de los yakuza y las triadas, utilizando la cámara como mero instrumento de inmersión dentro de una historia que se respira como algo desagradable, explosivo y agriamente realista. Miike se sirve para ello de una puesta en escena que titubea con la cámara en mano (aportando un ‹status› de cuasi falso documental que ya tenía la original) y la planificación de escenas con un preciosismo en el trato de lo violento en su más alto grado estilístico; las explosiones de violencia nunca estuvieron tan justificadas y al servicio de la narración dentro de una película del autor, logrando así uno de sus puntos álgidos de madurez creativa.

El gran acierto del director es coger un relato ajeno y llevarlo a su propio terreno, en una narración lenta pero sumamente efectiva y con grandes dosis de lirismo y sosiego dentro de una historia brutal e impactante. Su protagonista, Ishimatsu, personaliza la vertiente más alocada y extrema de Miike, a pesar del clima de imperante serenidad en la narración que tan solo es interrumpido por la acometividad de sus desperdigados estallidos de exceso a modo de balas, armas blancas y sangre. Su banda sonora “jazzística” da a las imágenes una sobriedad para el recuerdo, envolviendo a la película de una especial sensibilidad. Miike no obvia los elementos claves del subgénero, como puedan ser el honor, la lealtad o la venganza. Pero lo que pueda llevar al espectador a recordar a los viejos clásicos del cine yakuza (con el anteriormente mentado Fukasaku a la cabeza) es lo áspero de su envoltorio, debido a la crueldad con la que se trata la historia. La violencia traspasa la pantalla pero no únicamente por su exceso (cualidad inseparable de Takashi) sino por la adulta manera con la que se muestra su tinte realista. Su perfecta dosificación hace además que no pese de manera importante su abrupto arranque ni lo lento del desarrollo de la acción.

Cementerio Yakuza no es para nada un plato de buen gusto. La naturaleza de la historia o el abanico de sus personajes (y sus oscuras aficiones) no ayudan, ni el trato que sufren algunos de ellos. Se antoja como una experiencia dura y agria, recayendo ahí parte de su grandeza. Afrontándola como un elegante viaje en la descripción sin ningún tipo de dilación de un descenso a los infiernos (así como la enfermiza obsesión que en el protagonista conlleva), nos encontramos con una de las películas más adultas, realistas y logradas de Miike. Posiblemente una de sus cimas artísticas, en unos terrenos donde en años futuros el cineasta también dejaría su particular y exorbitante impronta.

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