Shirley (Josephine Decker)

tuviéramos que definir con un solo adjetivo a Shirley el más adecuado sería el de película antipática. No obstante, no hay que presuponer carga negativa en ello, todo lo contrario. Estamos ante un ‹biopic› sobre un personaje, una escritora que, por así decirlo, resulta compleja en su personalidad cuando no decididamente aborrecible y, de alguna manera, esa sensación se traslada de forma palpable al tono del film.

Planteada como un juego metaliterario y metacinematográfico se utilliza la carta de dejar a la presunta protagonista en un segundo plano que, sin embargo, no le resta un ápice de protagonismo: al contrario, Shirley resulta como una presencia ominosa durante todo el metraje, como una especie de semidiós maligno que, de forma caprichosa, ordena, destruye y juega con todo cuanto tiene a su alrededor. Una forma de retratar el proceso creativo basado en la difuminación de las barreras de la realidad a través del desenfoque, la iluminación onírica y la desestructuración elíptica de la narrativa.

No obstante, se echa de menos, a pesar de la voluntad de abstracción, que Josephine Decker no vaya un paso más allá en el riesgo de la propuesta, dejando la sensación de estar ante una lucha entre una voluntad de crear algo experimental y deconstructivo y el resultado final más cercano a cierto cine comercial con ínfulas de originalidad.

Shirley acaba siendo una buena idea que lejos de epatar y sumergir termina por crear una confusión reiterativa que provoca no en pocos momentos una desconexión absoluta por lo ininteligible de su objetivo final. Algo que solo se soluciona parcialmente en un desenlace tan explicativo como convencional que, aunque desvela el resultado de lo presenciado, acaba por restar fuerza al concepto global.

No ayuda tampoco una dirección de actores que, buscando (suponemos) dar un aire de libertad creativa (una vez más jugando con lo meta) acaba por convertirse en un campo abonado al descontrol, especialmente en el caso de Elisabeth Moss (aunque no es de desdeñar lo de Michael Stuhlbarg y su versión desaforada del personaje de Call me By Your Name) que, película a película, demuestra que sin una mano férrea detrás, acaba por convertirse en un muestrario de hiperbolización de la mueca desagradable. Quizás sea lo buscado dada la naturaleza personal de su personaje, pero acaba jugando en su contra, es decir, no odiamos al personaje sino a la actriz que lo interpreta.

No se puede negar que estamos ante una película a la que hay que agradecer que trate de huir del convencionalismo biográfico e intente traducir visualmente las obsesiones y mecanismos de la escritora mediante una amplia gama de recursos estilísticos. Pero al igual que en la dirección de actores se percibe un cierto descontrol mezclado con eso que podríamos denominar ataque de “autoritis”, de gustarse en demasía. En definitiva, Shirley puede que sea un producto que sobre el papel y durante su primer tramo pueda producir algo semejante a un placer hipnótico y enigmático pero que, a la postre, acaba por ser un plato de difícil digestión y de regusto amargo.

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