Sesión doble: Go, Go Second Time Virgin (1969) / Nuns That Bite (1977)

Volvemos de nuevo a uno de esos géneros a seguir descubriendo, el ‹pinku eiga› a través de uno de sus cineastas elementales, Kôji Wakamatsu, esta vez a través de uno de sus títulos indispensables como Go, Go Second Time Virgin, y dando voz asimismo a otro cineasta no tan conocido, en este caso Yûji Makiguchi, desde uno de los pocos largometrajes cinematográficos que dirigió, Nuns That Bite.

 

Go, Go Second Time Virgin (Kôji Wakamatsu)

Encuadrada estilística y temporalmente entre las inquietudes formales de la Nueva ola japonesa y el cine de explotación erótica, conocido como ‹pinku eiga›, Go, Go Second Time Virgin comienza mostrando su naturaleza, con una escena durísima de una violación grupal, entre gritos y primeros planos bruscos, ambientada con una balada tranquila. La chica abusada queda tendida en el suelo, hasta que la mañana siguiente se levanta y saluda a un joven que observó impasible toda la acción la noche anterior, construyendo ambos una amistad basada en los traumas compartidos y forjada en los deseos de morir de ella.

Kôji Wakamatsu, sin duda uno de los autores más radicales a nivel formal y de mensaje que ha dado el cine japonés, y cuyo enérgico compromiso político le llevó incluso a participar en una película-manifiesto por la revolución maoísta junto a guerrilleros palestinos, plantea esta breve pero contundente cinta no solamente como un estudio de la estilización y disonancias de diversas formas de violencia, sino como una demostración sin tapujos de su filosofía nihilista. Poppo y Tsukio, las dos víctimas ya mencionadas, actúan de formas extrañas, con unas convicciones volátiles y disfuncionales; en contraposición a un mundo incierto y a un presente y futuro que no les ofrecen respuestas. Poppo vaga por el tejado del edificio en el que fue abusada, sin ser capaz de abandonar el lugar de su trauma y pidiendo insistentemente a Tsukio que la mate; por su parte, éste le ofrece, a través de su mirada en apariencia insensible y una tendencia perturbadora al arrebato violento y vengativo, un extraño confort. Ambos son incapaces de huir o pasar página de sus traumas —el de ella narrado de manera explícita al principio de la cinta, el de él en un chocante plano seguido de un ‹flashback› a mitad de metraje—, representados aquí, más que en la recurrencia psicológica incluso, en ese lugar confinado del que no van a salir nunca porque, irónicamente, a pesar del terror vivido, están irremediablemente atados a él.

En último término, Go, Go Second Time Virgin no habla tanto del abuso sexual y sus secuelas, y ya en esa lectura literal presenta una crudeza que golpea fuerte, como de la existencia despojada de significado y perspectivas de futuro de la juventud japonesa. La angustia por no encontrar un lugar en la sociedad, la crisis de valores y el aislamiento emocional y sociopolíticos provocados por la complicada transición generacional de la época en el país; de la que Wakamatsu no solamente fue un cronista sino, tal vez, uno de sus exponentes ideológicos más radicales. En esta película, dicho impulso nihilista está refrendado por el rechazo frontal a las consideraciones morales sobre el drama vivido, la exploración sin tapujos de tabúes y el retrato de dos personajes que, más que espantados, parecen haber aceptado su trauma como una parte indeleble de su identidad y forma de vida; y que, por tanto, no están destinados a sobrevivirlo.

Como dejaba caer con anterioridad, es además un signo muy notable de la cinta la estilización disonante de la misma. Rodada casi enteramente en blanco y negro, no es sin embargo ajena al uso del color, que para Wakamatsu es una forma de revivir el impacto en las cabezas de sus protagonistas y del espectador, más que hablar del presente, por lo que lo usa en escasas ocasiones y siempre con mucha fuerza. El montaje alterna contemplaciones lentas y reposadas con ráfagas de planos bruscos. Por último y no menos importante, la música, elemento esencial de la estética del filme, parece desafiar conscientemente a las imágenes; pero lo que logra con ello es, paradójicamente, que éstas impacten con mayor eficacia, en una esfera menos visceral y más subconsciente. Con todo ello, queda una breve pero memorable experiencia, que golpea con dureza en sus crudas imágenes, pero se enquista todavía más en las emociones contradictorias de su poso.

 Escrito por Javier Abarca

 

Nuns That Bite (Yûji Makiguchi)

Hace ya más de medio siglo de la eclosión en Japón del subgénero de la ‹pinky violence› (esto es, la conjunción de violencia y erotismo que tanto y tan bien explotaron compañías como Toei o Nikkatsu), y fue tal su éxito, tanto dentro como fuera de sus fronteras a través del mercado de explotación, que es fácil seguir encontrando gemas perdidas entre su ingente y diverso catálogo, a poco que uno se anime a curiosear. En este caso nos hallamos ante una cinta que ofrece dos elementos no excesivamente frecuentados dentro del subgénero (cuyo grueso de producción lo suelen cubrir películas de acción de ambiente criminal: prostitución, grupos pandilleros, tramas ambientadas en prisiones y bajos fondos…): por una parte, el escenario principal es un pequeño convento que acoge a jóvenes ultrajadas por el sexo masculino, y la historia no se sitúa en la actualidad, sino en algún periodo indeterminado del Japón feudal; por otra, la trama se desliza (aunque, quizás, sin la determinación y la ferocidad que uno esperaría o desearía) hacia el territorio del terror y del fantástico más extravagante. Ambos elementos, en todo caso, ayudan a singularizar la propuesta y fácilmente la convierten en lo más seductor de su breve y apretado metraje, en el que no paran de sucederse cosas a un ritmo endiablado.

Esta velocidad narrativa es al mismo tiempo virtud y defecto: virtud porque hace difícil que uno pueda llegar a aburrirse, defecto porque no da margen para que el espectador empatice con la sufrida protagonista; todo se sucede de forma tan rápida y atropellada que algunos de sus giros o de sus escenas en teoría más potentes no acaban de funcionar del todo. A la narración le hubiera sentado bien un poco más de pausa, o algún instante de reposo entre sus numerosas escenas de acción y violencia sexual, para que lo que se nos cuenta no se sintiera tan frívolo. Asimismo, la casi omnipresente banda sonora ‹funky› trabaja a menudo negativamente, extirpando la sensación de tensión o terror de algunos de los momentos más escabrosos, de igual modo que las sobreactuadas interpretaciones aportan un tono algo exagerado a las escenas más genuinamente dramáticas. Todo esto, siendo aspectos que considero mejorables, no impide que uno disfrute en su mayor parte con este extraño alegato feminista tocado con los ropajes del más desvergonzando y ambiguo cine de explotación.

Makiguchi, director ignoto cuya carrera en cine se reduce a un breve periodo en la década de los setenta, juega a erotizar el cuerpo femenino, encadenando continuas agresiones sexuales, al tiempo que denuncia un patriarcado cruel y lascivo que empuja a la mujer hacia el aislamiento y la sororidad de tintes lésbicos. Mezclando hechicería y elementos esotéricos (esa pintura mural del infierno que remite a los textos de Akutagawa o Lafcadio Hearn), la cinta presenta una secta de novicias que ha declarado una guerra secreta al sexo opuesto. En este oasis (sujeto a la protección de un Buda putrefacto) donde lo masculino ha sido eliminado, las jóvenes amenizan las horas con juegos crueles, sexo sáfico y la conquista de nuevas adeptas a la causa, mientras dan matarile a todo hombre que pise, accidental o deliberadamente, su territorio. Esta ambivalencia ente la condición de víctima (todas han sufrido desde pequeñas innumerables abusos que justifican el odio que mueve su empresa) y la de verdugo (asesinan sin piedad, con razón o sin ella) es otro de los aspectos más sugestivos de la película, que incluye algunos toques de acertado gore, el erotismo de rigor y un clímax final en el convento en llamas verdaderamente logrado. Por haber, hasta hay un pasaje psicodélico totalmente coyuntural que enrarece más si cabe la propuesta.

En resumidas cuentas, aunque Nuns That Bite no es una de las mejores muestras de ‹pinku eiga› que podamos echarnos a la cara, tampoco es una película desestimable: es rápida, malévola, sexy y tiene el atractivo de incluir toques de terror y misticismo erótico que la hacen fácilmente recomendable para todo aquel que guste de este tipo de cine, entre los que me incluyo, por supuesto.

Escrito por Nacho Villalba

 

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