Escribir sobre un documental de Ron Fricke posiblemente sea el mayor reto que me he planteado en esta web. El director norteamericano se dio a conocer como director de fotografía del prestigioso documental Koyaanisqatsi, dirigido por Godfrey Reggio en el año 1982 (un filme musical sin palabras con una de las bandas sonoras más atractivas de Philip Glass). Posiblemente, Koyaanisqatsi (película que tengo lejana y merece una revisión) tenga un mensaje más perturbador y narrativo que el de los filmes de Fricke, pero personalmente considero que como experiencia visual cargada de hipnotismo (que es de lo que aquí se trata) queda lejos de la fuerza arrebatadora de las imágenes del trabajo posterior del director de Baraka, aunque resulta evidente que Fricke bebe sin disimulo del concepto de documental iniciado por Reggio.
En su primer trabajo como director, Fricke realizó el primer filme rodado en fotografía con intervalos prefijados, en la que se centró en la influencia del paso del tiempo en la imagen, y muy especialmente en las montañas y las estatuas. Chronos es una experiencia que a 1080p deja pasmado al espectador teniendo en cuenta que se trata de un filme de 1984, y cuenta con la mayoría de sus obsesiones, aunque se centre menos en el ser humano que en sus obras posteriores. A pesar de sus escasos 43 minutos le da tiempo de alcanzar el nivel de introspección que tanto le caracteriza. De Baraka, su obra cumbre de 1992, hay poco que decir a estas alturas. Su sombra está presente en todo momento en Samsara, y posiblemente también lo haga en este artículo, ya que repite con varias de sus constantes en escenarios diferentes, y su estilo y estructura son calcadas. Su trabajo más reciente antes de la cinta que nos ocupa fue como director de fotografía en una escena puntual de Star Wars Episodio III: La Venganza de los Sith, en la que filmó la espectacular erupción del Monte Etna, como no podía ser de otro modo.
Tras una secuencia en la que aparecen tres mujeres asiáticas con un maquillaje y unos ropajes muy coloridos realizando un espectáculo de baile con unos movimientos muy simpáticos, la última maravilla de Fricke nos traslada a un espectacular volcán en erupción, para posteriormente situarnos en un monasterio de la India situado en la cima de una montaña. La cámara observa como los monjes residentes crean, con toda la paciencia del mundo, una obra de arte utilizando exclusivamente granos de arena de diferentes colores. Durante todo el trayecto presenciaremos retazos de imágenes individuales conectadas entre sí, entre las que destacan terrenos sagrados, desiertos de arena espectaculares, multitud de lugares paradisiacos de la naturaleza con las estrellas en el cielo en movimiento, y estatuas iluminadas sólo por la luz de la luna. En la segunda parte de la narración se centra en aspectos más pesimistas de la vida: gente cavando a través de inmensas montañas de desechos de una fábrica informática, el sexismo, la miseria, las armas y multitudinarias cadenas de fábricas especializadas en alimentos e informática.
Filmado a lo largo de casi cinco años en cien lugares diferentes de veinticinco países de cuatro de los cinco continentes (en los créditos no me pareció ver ningún lugar de Oceanía), el documental carece por completo de palabras (si obviamos algún murmullo religioso casi imperceptible) y se sumerge en la complicada tarea de intentar captar el espíritu de la naturaleza y de las costumbres del ser humano en sus diferentes culturas solamente con un bello subrayado musical. El término Samsara hace referencia a la rueda de la vida y la eternidad que en varias religiones (concretamente en las tradiciones filosóficas de la India) se utiliza para hablar del proceso del renacimiento a través del nacimiento, la vida, la muerte y la reencarnación (renacimiento en el budismo). Según estas creencias, en el transcurso de cada vida el karma determina el destino futuro de cada ser. En esta ocasión, Fricke se guía por su título y otorga gran importancia al nacimiento de la vida. Veremos bellas tomas de varios bebés bautizados, a un individuo tatuado por todo el cuerpo (cabeza incluida) acunando cariñosamente a un bebé, y a las mujeres nativas transportando crías en la espalda mientras mantienen sorprendentemente el equilibrio con enormes contenedores en la cabeza.
La muerte y la destrucción también están presentes en todo momento por culpa de las zonas devastadas por fenómenos naturales como el huracán Katrina, en forma de estatuas siniestras, o por la presencia de una de las secciones más chocantes de la cinta, la del entierro de un africano (probablemente un traficante de armas) dentro de un ataúd con forma de arma de dos cañones. Si fue idea suya o de la familia siempre quedará en cuarentena, pero resulta evidente que no se puede tener peor sentido del gusto y del tacto. Los efectos desoladores de la guerra también tienen espacio con la presencia de un individuo mutilado con la cara totalmente deformada. También presenciaremos el proceso de elaboración masiva de armas y balas, así como su lamentable apología y ostentación por personas de diferentes culturas. Además de su indiscutible denuncia cargada de humanismo también hay claras muestras de ecologismo, a pesar de la ausencia de la fauna que tuvo mayor representación en Baraka. En esta ocasión, la presencia animal siempre es utilizada para incidir en la triste apropiación por parte de los seres humanos del destino (meramente alimenticio) de los pollos, cerdos y vacas; mostrando unas instantáneas descorazonadoras que siguen la senda de las del etiquetado de pollitos vistas en su filme de 1992; y provocan un sentimiento de culpa en el espectador.
Ron Fricke fue el principal precursor del «time-lapse», una técnica fotográfica y cinematográfica que se ha instaurado por completo en los últimos años y consiste en enseñar acontecimientos a velocidades reposadas imperceptibles para el ojo humano, consiguiendo que en pantalla todo se mueva a gran velocidad. Una técnica muy usada en los documentales de naturaleza para captar el movimiento de las nubes en el cielo, el crecimiento de las flores, la influencia del sol y la luna sobre el entorno, y el movimiento de las estrellas; que el director norteamericano encaja a la perfección y utiliza en todos sus documentales perfectamente ensamblado con sus habituales imágenes ralentizadas (utilizadas para otorgar mayor carga lírica) y a tiempo real. En Samsara los interiores tienen algo más de protagonismo que en Baraka durante los primeros compases del documental, aunque paulatinamente va desplazándose hacia espacios al aire libre. El norteamericano, además de las técnicas más avanzadas posee un portentoso y simétrico sentido del encuadre, los ángulos, y las perspectivas. Sus espectaculares travellings provocan la sensación de que las estatuas o los elementos filmados sean los que se están moviendo en lugar de la cámara. Además, otorga un tratamiento excepcional a la luz, las sombras y los colores; y alardea de un prodigioso montaje con un talento innato para unir la multitud de segmentos que muestra a lo largo de todo el metraje, con la calidad fotográfica que siempre le ha caracterizado por bandera.
Fricke, tal y como hizo en Baraka, vuelve a tener el suficiente tacto para no caer víctima del aroma New age que ineludiblemente acompaña a unas imágenes en las que la meditación religiosa, los lugares paradisíacos y la música étnica relajante dominan la pantalla, y nos impulsa a recapacitar sobre multitud de aspectos diferentes de nuestra existencia sin ningún atisbo de tener una intención narrativa tradicional. Samsara provoca una sosegada reflexión cargada de lirismo y pesimismo a partes iguales que incide sobre la relación del ser humano con su planeta. El director norteamericano se decanta por mostrar el conflicto existente entre la tradición y la modernidad, y la fe y la esperanza de los seres humanos contra las desgracias que los asolan, pero no se olvida de otros aspectos como el «aborregamiento» de las masas (la sección de la Meca y la de los transportes públicos), la velocidad de la vida en la gran ciudad en contraste con la tranquilidad de la espiritualidad, la sensación de insignificancia individual, la artificialidad arquitectónica de las grandes urbes, y el consumismo exacerbado de los habitantes del capitalismo más atroz.
La cinta posee un sentido de movimiento constante propiciado por la cámara flotante de Fricke que se va deslizando con suavidad, aunque el objetivo se detiene en ciertos lugares y en el rostro de alguno de sus habitantes más peculiares, posando y mirando fijamente a la cámara mientras muestran diferentes estados de ánimo. Tal y como hizo en Baraka, también se interesa por diferentes campos de la creación artística. En la última perla de Fricke tiene vital importancia una performance del artista conceptual Olivier de Sagazan; un creador caracterizado por un peculiar estilo con una evidente obsesión por el horror y la muerte, pero con un enfoque tragicómico. En Samsara, el artista francés, ataviado con indumentaria de ejecutivo, se coloca un molde de arcilla húmeda en el rostro y empieza a construir multitud de caretas en movimiento, a cual más siniestra, con unos gestos apocalípticos mezclados con estados de ternura y paz que remiten claramente a los de sus oscuras esculturas. Pese a su aparente discordancia (merced a su tono bizarro) con el resto de la cinta, no deja de ser otra de las múltiples formas de creación artística de todo el planeta que habitan en el documental, y su perfil transgresor le sienta estupendo.
El omnipresente acompañamiento musical (que solo se detiene brevemente en algunos lugares naturales que producen música propia y en los citados instantes ceremoniales). La banda sonora se me antoja más potente que en Baraka gracias a la mayor presencia de la voz de la gran Lisa Gerrard (una de mis debilidades). En la cinta de 1992, la vocalista australiana también hacía acto de presencia con uno de los mejores temas de Dead can dance, pero su aportación era mucho más breve. El director americano vuelve a contar con una composición de Michael Stearns (músico que le ha acompañado en todos sus mastodónticos proyectos) que otorga gran importancia a la percusión y a los cuernos tibetanos y cuenta con algunas reminiscencias de las sutiles y minimalistas piezas ambientales de Brian Eno y Angelo Badalementi, pero con un enfoque más étnico y meditativo. En esta ocasión, Stearns está acompañado de Marcello De Francisci y la vocalista y compositora australiana.
Samsara se presenta como un viaje cinematográfico más ácido y ambicioso que Baraka, si cabe; y con menor grado de espiritualidad (aunque sigue teniendo un espacio importante). Un trabajo más terrenal y con mayor nivel de excentricidad y desconcierto a medida que el documental avanza, como sucede en la escena en la que presenta a unas bailarinas muy ligeras de ropa que están conectadas con otra sección que presenta unas muñecas vestidas sensualmente y otra con unos maniquís femeninos completamente desnudos, colocados de un modo que emulan posiciones sexuales. En esta pequeña sección parece cuestionar los privilegios masculinos en la sociedad y el uso de la mujer como un fetiche calenturiento. Sin embargo, el documental pierde cierta naturalidad respecto a la obra que le dio a conocer internacionalmente porque interfiere más en sus poderosas instantáneas con unos posados más alargados. Respecto a su filme anterior también se distancia al otorgar mayor espacio a la influencia de la informática sobre los seres humanos con la aparición de unos robots que no sabría decir si son reales (la primera vez que la vi estaba convencido de que no lo eran, pero tras revisarla varias veces no lo tengo nada claro). Todos estos detalles propician que el documental tenga una personalidad propia, aunque resulta evidente, como cité en la introducción, que debe considerarse como un anexo o una re-lectura de Baraka acoplada a los nuevos tiempos.
Fricke vuelve a demostrar que la Alta definición adquiere mayor sentido cuando es utilizada para detallar maravillas visuales de este calado. La remasterización digital de Baraka, rodada en tiempos en los que no existía ese formato fue uno de los techos de la Alta definición a pesar de tratarse de un filme de 1992, y aquí, lógicamente, supera ligeramente en ese aspecto a su predecesora, aunque posiblemente donde realmente se note mayor diferencia sea en los 70mm en pantalla grande. Una ambición visual que no tiene demasiado sentido en la actualidad ya que la cantidad de salas que son capaces de soportar ese formato es ínfima.
Algunos la acusarán de grandilocuente, de tedioso fondo de pantalla en movimiento, de recurrir a algún cliché manido; y podrán decir que la estilización de la imagen es tan exagerada que la presentación de la miseria resulta paradisíaca, pero toda la filmografía de Fricke es un auténtico deleite para los sentidos si el espectador se deja llevar por la fuerza fotográfica absorbente e introspectiva de sus imágenes y la relajación espiritual de su música. Una experiencia con grandes dotes de inmersión en la que cada uno puede sacar sus propias conclusiones debido a su ambigüedad temática, aunque donde alcanza sus mayores cotas, sin ninguna duda, es en el excepcional tratamiento visual y sonoro. Es realmente triste que todavía nadie haya tenido el arrojo de traer a nuestras pantallas este abrumador y desafiante viaje metafísico guiado por nuestro planeta.