Paul Schrader… a examen (II)

El nombre de Paul Schrader siempre ha estado ligado de un modo estrecho y un tanto personal a esa otra América encarnada por individuos de una cierta marginalidad, desamparados de todo tipo que encontrarían en Travis Bickle una suerte de sello fundacional a través de la pluma del popular guionista, condición que se prolongaría tanto a través de personajes —esos obreros interpretados por Kotto, Keitel y Pryor en Blue Collar, el protagonista de American Gigolo, la Patty Hearst a quien dio vida Natasha Richardson…— como de escenarios —los barrios suburbiales recorridos por George C. Scott en Hardcore: un mundo oculto, las interioridades lejanas al glamour de la victoria en Toro salvaje…—, y que obtendría así una suerte de reverso entre apariencia y realidad. Un hecho, un carácter que precisamente queda superpuesto ante los primeros compases de uno de los títulos más fascinantes —y alejados, en un principio, de su naturaleza como creador— de la filmografía de Schrader, paradójicamente lejos de su faceta como escritor —el guión sería obra de Harold Pinter, tomando como base la obra homónima de Ian McEwan—, pero finalmente mucho más próximo a algunas de las obsesiones desarrolladas por el de Michigan a lo largo de su carrera, El placer de los extraños.

El vaivén de una cámara que nos descubre de forma sinuosa las entrañas del hogar habitado por esa segura voz que prácticamente vertebrará el relato —la de un asombroso Christopher Walken en el papel de Robert—, nos traslada a un terreno lejano al Schrader en escencia. Venecia, la ciudad del amor y el romance, el último rincón donde uno buscaría al autor de Aflicción y, sin embargo, el lugar idóneo para marcar una extraña dicotomía entre amor, fatalidad y su disgregación, algo que ya se había atrevido —por el film desarrollado y su precedente— a abordar años antes con aquel personal remake de La mujer pantera —donde la Kinski centraba todas las miradas—, y que en esta ocasión tomaba sendas incluso más turbadoras que en El beso de la pantera, en especial teniendo en cuenta la raigambre genérica de la segunda.

El periplo elegido y reiterado —hecho en el que se hace hincapié, como contrastando la apatía aparentemente vivida con el romance de la ciudad italiana— por una pareja británica, y sus inseguridades (las de ella), hastío (que parece afectarle a él en más de una faceta) y hasta desorientación, dan paso a una crónica tan extrañamente lírica como desconcertante: de ese desencanto inicial, a una suerte de influjo prácticamente inducido por esa pareja a la que se enfrentarán de modo nada fortuito, El placer de los extraños arranca un inquietante texto del que se desprenden algo más que filias y principios un tanto enfermizos —especialmente los expuestos sin rubor por Robert—, y que termina por desembocar en una descomposición casi repulsiva en cierto modo, pero al fin y al cabo transigida debido a ese fascinante halo que envuelve el sorprendente discurso del personaje interpretado por Walken. La encantadora e idílica población italiana, es rebasada por el imponente magnetismo de un individuo que no admite réplica, y termina mostrándose tan tajante como los recovecos de una relación, la suya, que traspasó ya hace tiempo sus propios lindes.

Schrader se siente cómodo ante un libreto que en realidad no requiere variaciones —más allá de si las admite o no las admite— o apuntes de ningún tipo, y ante tal atributo potencia una atmósfera capaz de alcanzar su auge en el extasiado renacer de la relación, tanto amorosa como sexual, de Colin y Mary, donde una extraña irrealidad —aquella que no deja de poblar la obra y, de tanto en tanto, la arbitrariedad (o no) de algunas acciones de Robert— termina por teñir incluso unos arrebatados textos. Hecho reforzado, más allá de por la misma complejidad de una relación agotada de antemano, por la soberbia composición de Natasha Richardson que termina siendo, en definitiva, la única capaz de hacer frente al imponente rol de un Walken inconmensurable.

El placer de los extraños, acompañada por una banda sonora exquisita de Badalamenti, no es sino un Schrader que se sentiría complementario si no fuese por la fuerza de sus líneas y el tesón de sus imágenes. La complejidad del amor (y desamor) da paso a un film tan perturbador y (en cierto modo) enfermizo como repleto de ímpetu y desenfrenado en su búsqueda de una definición siempre tan imperfecta y desconcertante como lo que representa el film en sí: el deseo en toda su extensión; inentendible, irreconciliable.

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